Fernando Dorado
Un amigo me decía en estos días que debía ser menos categórico en los análisis. Que los gringos dominan nuestro país pero que las instituciones democráticas colombianas tienen cierto juego. “Nuestra corte constitucional todavía funciona, déjanos disfrutar este triunfo”, decía en tono de regaño refiriéndose al reciente fallo que tumbó el referendo.
Hemos planteado que en Colombia existe un bloque hegemónico de poder. Dentro de él, diferentes clases y sectores de clases están en permanente unidad y lucha. Del grado de cohesión que logren las clases dominantes así como de la resistencia que ofrezcan las clases subordinadas (correlación de fuerzas), depende el grado y la forma de la dominación política. He allí el carácter del Estado y el régimen político en permanente tensión.
Es importante aclarar que una cosa son las clases y sectores de clases y, otra, los partidos y agrupaciones políticas que en la sociedad se organizan para acceder al poder y defender sus intereses. La mayoría de los partidos son policlasistas. La naturaleza de cada organización depende de los intereses de clase que en ellos predominen. Esa lucha interna existe también dentro de las alianzas.
La alianza oligarquía financiera-mafia-imperio
Alimentada por la acumulación de capitalistas y terratenientes de vieja estirpe se consolidó a partir de 1980 una oligarquía financiera que se apoderó de los principales activos del país en alianza y al servicio del imperio (transnacionales capitalistas).[1]
En las últimas dos décadas del siglo XX, coincidiendo con la apertura económica que profundizó la crisis del sector agropecuario, se formó una nueva clase de terratenientes. Esa nueva oligarquía rural ligada a las mafias narcotraficantes se apropió de extensas territorios en diferentes regiones del país. Todo ello en medio de la violencia generalizada y alimentada por la economía del narcotráfico.
Esos “hacendados” fueron los que asumieron la lucha antisubversiva, dado que eran los principales objetivos de la guerrilla. Se convierten así en la base social del proyecto paramilitar, que fue respaldado desde el Estado por las clases dominantes tradicionales y por el imperio norteamericano.[2]
Ese proceso sirve de avanzada territorial a las grandes transnacionales que tenían identificadas áreas ricas en biodiversidad, minería (oro, petróleo, carbón), y apropiadas para la producción agro-exportadora (coca, palma, caña, café, banano y otros productos tropicales). Se consolida así un bloque de poder que se coloca tres tareas prioritarias: la explotación de la economía del narcotráfico, la derrota o neutralización de la insurgencia guerrillera, y la expulsión de millones de campesinos indígenas, mestizos y afrodescendientes para apropiarse de sus territorios estratégicos.
El uribismo como expresión política es fruto de esa confluencia. Se diseña un plan de largo plazo, comparten el aparato estatal, y desde allí completan la tarea que ya habían iniciado en 1990. La política de “seguridad democrática”, las leyes agrarias, ambientales, mineras y de tierras, la política de desplazamiento, los programas para los grupos más pobres y vulnerables, la estrategia mediática y corporativa, la infiltración delictiva del aparato estatal, todo ello y mucho más, se puso al servicio de esa estrategia. Y Uribe hizo la tarea de avanzar en la “re-primarización” de la economía nacional.
Pero había un problema. La institucionalidad democrática aprobada en 1991 tenía aspectos legales que obstaculizaban los planes de intervención territorial y de despojo social y económico. Se fortalece así el desmonte constitucional, no tanto de los derechos fundamentales que siempre han sido letra muerta, sino del proceso de descentralización, los derechos de autonomía territorial que habían conquistado las comunidades, y algunas normas que garantizaban el funcionamiento relativamente independiente de la justicia y de órganos de control.
La alianza con la mafia implicaba un costo normativo e institucional. La primera reelección acabó de romper los escasos diques de contención que existían y en los últimos 4 años de gobierno de Uribe la concentración de poder en el ejecutivo llegó a niveles dictatoriales. Se puso en peligro el ropaje democrático de la institucionalidad colombiana[3], que es – en lo fundamental - una herramienta de control ideológico. La “fujimorización” del Estado colombiano alcanzó a estar en perspectiva.
Las múltiples denuncias de las violaciones y desafueros del gobierno uribista hechas por las organizaciones sociales y defensoras de DD.HH. colombianas, prenden las alarmas en Washington y Bruselas. El TLC es detenido por esta causa y por motivos de política interna de los EE.UU. Ese es el primer campanazo. Viene entonces el entorno regional sudamericano.
Uribe es utilizado como avanzada del imperio y ha sido fundamental para debilitar la posición de liderazgo del presidente Chávez en América Latina. Ese ha sido su papel y también les cumplió. Pero el afán de poder, la necesidad de cubrir sus múltiples crímenes y el poder de la mafia que lo ha rodeado, lo convierten en un problema cuando se obsesiona con su 2ª reelección. Ese es el segundo campanazo. La Corte Constitucional (en su “independencia”) le dio el toque final.
Un reacomodo en el bloque hegemónico
La oligarquía financiera – incluyendo la paisa (sindicato antioqueño) – ha entendido que Uribe terminó su ciclo. Le otorgaron calidad de estadista, lo dejaron diseñar su plan a 2019, le permitieron reacomodar sus relaciones con la mafia paramilitar, lo utilizaron para el trabajo sucio, pero sabían que no daba más. Los enredos jurídicos y los crímenes que lleva encima lo convierten en una peligrosa rueda suelta. Pero además, sus necesidades coyunturales (mantener aceitado el aparato de guerra y financiar sus alianzas internas) han afectado la economía y la legalidad.
Uribe ya no cuenta con el poder que tenía al inicio de su mandato y los problemas macro-económicos tienden a agudizarse. La burbuja de la “confianza inversionista” amenaza con estallar, y todo ello requiere urgentes reformas que debe realizar un nuevo liderazgo político.
En Colombia el bloque de poder necesita una especie de Lula que atenúe las contradicciones de clase. Debe mantener la “mano fuerte” y mostrar “el corazón blando” que Uribe no pudo relucir. El problema de los grupos ilegales armados (guerrillas, paramilitares, delincuencia) es secundario.
No es una seria amenaza. Han estimulado y convivido con la violencia y han aprendido a manejarla y utilizarla. El verdadero problema es la insurgencia social que se pueda transformar en gobierno nacionalista y democrático. Eso sí les preocupa y necesitan desactivar la bomba de tiempo social que acumula potencia. Los levantamientos sociales del año 2008 (La Minga, el paro de los corteros de caña y la rebeldía popular ante el derrumbe de las “pirámides parafinancieras”) sumado a la reciente reacción ante la emergencia social y la reforma de la salud, han hecho sonar sus alarmas.
El problema de la tierra sigue siendo fundamental. Las transnacionales necesitan convertir las grandes áreas despejadas en inmensos campos de producción de agro-combustibles y de extracción de recursos naturales. Para ello necesitan un gobierno “legítimo” que implemente otra reforma laboral, elimine los impuestos parafiscales, e implemente una reforma tributaria para optimizar condiciones para la inversión extranjera. Requieren más seguridad jurídica y estabilidad económica y fiscal. Así lo exigen los colosales planes de inversión en infraestructura de vías y de energía que tienen en marcha
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Las nuevas realidades políticas obligan a la oligarquía financiera y al imperio a excluir a la mafia del poder estatal. Sólo de allí. No es cuestión de ética ni de escrúpulos, sino de conveniencia política nacional e internacional. No significa que vayan a desactivar el conflicto o la economía ilegal, sólo necesitan cambios de forma. El “Israel de Sudamérica” necesita nueva careta. La salida de Uribe sólo es la oficialización de ese reacomodo.
El bloque hegemónico y el próximo gobierno
El poder hegemónico en Colombia necesita un período de transición, un “juego democrático” que atenúe la polarización y las contradicciones de clase. De acuerdo a nuestro análisis, los herederos directos de Uribe (Santos y Arias), Vargas Lleras, Nohemí, Pardo, Fajardo, e incluso los “trillizos”, son políticos manejables que se pueden adecuar a los intereses de la hegemonía en el poder.
En esa dinámica pueden darle un sitial importante en el tinglado gubernamental a ex-sindicalistas como Lucho Garzón, pedagogos culturales como Antanas Mockus, planificadores urbanos decentes como Enrique Peñalosa o administradores eficientes y creativos como Sergio Fajardo. Todos ya pasaron la prueba en sus respectivas alcaldías. Samuel Moreno está haciendo el curso. Incluso Rafael Pardo pasaría el examen, aunque ellos saben que no pegó entre el electorado.
Petro se sale del redil, tiene una historia de izquierda y un partido político que haría imposible un nuevo pacto de clases en donde los trabajadores y sectores populares aceptaran un papel subordinado, como ocurrió en 1991. Si Gustavo Petro no hubiera levantado en su programa la reivindicación de democratizar la tierra adquirida ilegalmente por los narcotraficantes y sus aliados, fácilmente contaría con el visto bueno de la gran oligarquía. Pero además, Petro habla de rescatar los elementos de la democracia participativa que quedaron planteados en la Constitución, y eso no les gusta.
Como en el juego político-electoral hay ciertos márgenes de flexibilidad, Juan Manuel Santos y Uribito, que siguen representando la alianza criminal con la mafia, pueden mantener la fuerza uribista relativamente unida (si ganan la consulta conservadora) y el bloque de poder tendría que hacer una transacción. No es difícil negociar un buen trato para su mentor Uribe. El partido imperial no tiene ningún problema en otorgarle ciertos privilegios e incluso lo pueden convertir en figura internacional, al estilo de Carter o Clinton.
Pero, el programa político y los planes estratégicos los impone la oligarquía monopólica y los representantes de Washington.
Frente a esa realidad el bloque social-popular debe definir si se afana a “ser gobierno” para llegar con agenda prestada (tipo Funes en El Salvador) o acumula fuerza para llegar al gobierno con capacidad autónoma y poder transformador. La posición asumida por nuestro candidato Gustavo Petro frente al paro de pequeños y medianos transportadores de Bogotá[4], nos indica que la segunda opción es la escogida. Avanzar sin entregar nuestras banderas.
Colofón: Las instituciones “democráticas” en América Latina tienen 200 años de existencia. Cuentan con un margen de acción, pero lo que determina a quien le sirven es la naturaleza del bloque hegemónico dominante. La tarea es consolidar nuestra hegemonía social popular y no idealizar los “placebos democráticos”.
[1] Carlos Ardila Lulle, Julio Mario Santo Domingo, Luis Carlos Sarmiento Angulo, y el Sindicato Antioqueño. Ver: http://www.lablaa.org/
[2] Se ha demostrado la participación de varias transnacionales en la promoción y el apoyo a grupos paramilitares (Chiquita Brands, Coca-cola, Drummont, y otras). Algunos analistas plantean que el paramilitarismo en Colombia desde los años 80 fue un proyecto de Estado de los EE.UU.
[3] La sacoleva, el impecable diseño republicano de las instituciones colombianas. Ver: Carlos Vicente de Roux: http://www.
[4] Luis I. Sandoval. Paro, Petro y el Polo. http://www.gustavopetro.com/
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