Y si bien es tarde para decirle a Colón que no desembarque, no es tarde para arrojar una mirada crítica sobre el modo como nuestras sociedades rindieron honores excesivos a su componente europeo, negándose a aceptar el legado de las civilizaciones indígenas y negándose a valorar el complejo, delicado y definitivamente salvador aporte de los hijos de África.
Yo diría que a un latinoamericano se lo reconoce porque su inteligencia europea esté llena de inesperados atajos indígenas, de los caminos oblicuos del pensamiento mágico. En eso tenemos un parentesco con lo más inspirado de la tradición norteamericana. En su relación con la naturaleza habría que decir que Whitman ofició en su espíritu como el último indio de Norteamérica. Que Emily Dickinson, contrariando la lógica de la línea recta y de las verdades que se chocan, nos dejó aquellas sabias palabras:
Dí toda la verdad mas dila al sesgo,
el arte está en decirla oblicuamente.
Y también tenemos un parentesco con lo más rebelde de la tradición europea. También Novalis, como si fuera un indígena precristiano, fue capaz de decir que
La poesía cura las heridas que la razón inflige.
Es aquí donde a alguien se le ha ocurrido definir al día con esta imagen:
Un relámpago con hocico de tigre.
Y hay allí una persistencia del mundo mítico indígena que no cabe del todo en el universo mental de Occidente.
A comienzos del siglo XX, Europa, hastiada de guerras y de verdades racionales excluyentes, buscaba en el lenguaje el bálsamo de otras lógicas, de otros caminos para la vida, y trató de encontrar esos recursos nuevos en la libre asociación, en la ilógica de los sueños, en la escritura automática, y engendró el dadaísmo y el surrealismo.
Algunos de nuestros poetas comprendieron que nosotros teníamos en el mundo indígena y en el mundo africano esas otras lógicas que la civilización necesitaba. Y es tal vez por eso que Gallegos y Rivera, que César Vallejo y López Velarde, que Barba Jacob y Gabriela Mistral, que Borges y Neruda, que Rulfo y Aurelio Arturo, que Carpentier y García Márquez han conmovido al mundo. Han hecho nacer una literatura que ya no se debe exclusivamente a la tradición occidental, que oye los ríos profundos, que quiere capturar en las palabras el misterio de la llanura y de la selva, el barro de los huesos andinos y “el relámpago verde de los loros”. Nuestra literatura no dice: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, sino que dice, humilde y misteriosamente:
Apoya tu fatiga en mi fatiga,
que yo mi pena apoyaré en tu pena.
Sería vanidad pretender que somos radicalmente distintos de otros pueblos, que nuestra literatura sueña cosas que otros jamás soñaron. Pero sí es posible decir que algunas cosas que ha dicho nuestra literatura suenan nuevas en el cántaro de la tradición, y que cosas que antes dijeron otros las hemos hecho salir no de nuestra memoria sino de nuestra experiencia. Aquellos versos tan nobles de Lope de Vega:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,
qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
comparten el mismo azorado asombro, el mismo peso de contrición humana que estos de César Vallejo:
Hoy no ha venido nadie a preguntar;
ni me han pedido en esta tarde nada.
No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: qué poco he muerto!
En esta tarde todos, todos pasan,
sin preguntarme ni pedirme nada…
Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena.
He salido a la puerta,
Y me dan ganas de gritar a todos:
Si echan de menos algo, aquí se queda!
Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.
Hoy no ha venido nadie,
y hoy he muerto qué poco en esta tarde!
Ese desorden de los sentidos que buscaba Rimbaud, como gran instrumento de poesía moderna, y que los surrealistas creyeron encontrar en la libre asociación, en la lógica de los sueños y en un esfuerzo de arbitrariedad, nosotros lo encontramos más fácil y más naturalmente en la encrucijada de nuestras sangres y en el hondo y aún indescifrado camino de nuestras anudadas mitologías.
Pero quisiera señalar también que el cruce de las culturas europeas con las culturas indígenas pudo haberse resuelto entre nosotros para siempre en odio y en amargura, si no hubiera llegado al mismo tiempo esa fiesta del color y del ritmo, esa ternura y esa energía que son el hondo aporte de los hijos de África.
Nadie como ellos nos ha enseñado a perdonar, nadie como ellos ha sabido desprenderse de los dogmas de la memoria, aceptando que la memoria está en el ritmo y en el cuerpo; nadie como ellos nos ha enseñado a entrar en el futuro sin resentimientos. El aporte de África es el más musical de nuestros componentes, y la música sabe enlazar la soberbia con la amargura, la tristeza con la fiesta, el odio con el perdón.
Creo que Juan de Castellanos lo intuyó cuando se propuso hacer de la historia de la conquista no un cuento sino un canto; pero tenían que pasar los siglos y los duelos, los amores y las guerras, los besos y las mitologías, para que nuestra lengua, reinventada en América, fuera capaz de Gallegos y de Rivera, de Othon y de Mastronardi, de Arguedas y de Cesar Vallejo, de Palés Matos y de Aurelio Arturo. Para que nuestra lengua fuera capaz de Pérez Bonalde y de López Velarde, de Neruda y de García Márquez.
Cuando ya se tiene una tradición como esa, una de las tradiciones literarias más ricas del planeta, ya no necesitamos arrepentirnos de la complejidad de nuestros orígenes. Ya podemos mirar la historia universal, y la historia de España, y la historia de América, y decirnos, con amor, como el poeta:
Se precisaron todas esas cosas,
para que nuestras manos se encontraran.
Muchas gracias. Caracas Venezuela, 2 de agosto de 2009
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