María Laura Carpineta
Están solos y rodeados. Las patrullas de la policía hondureña y los camiones del ejército dan vueltas día y noche alrededor de la comunidad campesina de Guadalupe Carney. Día por medio paramilitares, vestidos de civil y portando armas de guerra, se acercan a la entrada del pueblo del norte hondureño para exigir que entreguen a los supuestos militares venezolanos que, según la dictadura, ellos esconden.
Están solos y rodeados. Las patrullas de la policía hondureña y los camiones del ejército dan vueltas día y noche alrededor de la comunidad campesina de Guadalupe Carney. Día por medio paramilitares, vestidos de civil y portando armas de guerra, se acercan a la entrada del pueblo del norte hondureño para exigir que entreguen a los supuestos militares venezolanos que, según la dictadura, ellos esconden.
Hace unas semanas una misión internacional de derechos humanos visitó a las más de 600 familias que viven allí y esta semana la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) hará lo mismo. “Si nadie interviene, habrá una masacre con incontables pérdidas de vidas humanas”, advirtió la misión en su informe.
A la semana del golpe de Estado que derrocó al presidente constitucional Manuel Zelaya, la Cámara de Comercio del departamento de Colón, al cual pertenece Guadalupe Carney, difundió por las emisoras locales de radio y televisión un pronunciamiento en el que pedía, inmediatamente, la intervención militar de la comunidad campesina.
Según confirmó la misión internacional, los empresarios sostenían que era un “bastión de la resistencia” al régimen de facto y debía ser controlado. “Si no lo hacen las autoridades, lo haremos nosotros”, fue la amenaza que registró el informe, leído la semana pasada ante la CIDH.
Los vecinos de Guadalupe Carney están acostumbrados a las amenazas de los hacendados de la zona y saben que no son sólo palabras vacías. La historia de esa comunidad campesina, inmersa en los montes y los valles frondosos y desiertos del norte hondureño, es una historia de lucha y mártires. Es, como explicó desde el otro lado del teléfono el dirigente campesino Lorenzo Cruz, la historia de la inalcanzable reforma agraria.
Durante los violentos años ochenta, el Estado utilizó esas 5700 hectáreas para instalar el Centro Regional de Entrenamiento Militar, donde las fuerzas norteamericanas preparaban a los soldados hondureños para combatir a las guerrillas de los países vecinos, el Frente Sandinista en Nicaragua y el Farabundo Martí en El Salvador.
El campo de entrenamiento duró apenas unos años. El gobierno hondureño lo cerró y entregó las tierras al Instituto Nacional Agrario para distribuir entre los campesinos de la zona. Las hectáreas, lindantes con el río Aguán, son de las más productivas de la zona.
El campo de entrenamiento duró apenas unos años. El gobierno hondureño lo cerró y entregó las tierras al Instituto Nacional Agrario para distribuir entre los campesinos de la zona. Las hectáreas, lindantes con el río Aguán, son de las más productivas de la zona.
En el año 2000, 700 campesinos tomaron las tierras, ocupadas ilegalmente por terratenientes de Trujillo, la capital del departamento norteño de Colón, y las bautizaron en honor al padre Guadalupe Carney, un jesuita norteamericano que fue asesinado por los militares en 1983 por liderar el movimiento rural.
Algunas familias terratenientes se fueron, pero otras se quedaron para pelearla. Más de una decena de campesinos murieron en conflictos con los ganaderos a lo largo de los años. El más reciente fue en la última Nochebuena. Dos hombres irrumpieron en la calle principal de la comunidad, donde cientos de personas festejaban y acribillaron a dos vecinos. “Después de eso, el presidente Zelaya nos mandó al ejército para protegernos”, contó a este diario Cruz, miembro de la Central Nacional de Trabajadores del Campo. “El presidente nos ayudó mucho”, recordó.
El año pasado Zelaya consiguió que el Congreso nacional aprobara finalmente la ley de expropiación para las 5700 hectáreas y entregó los primeros títulos de propiedad a los vecinos de la comunidad. Además, los eligió para los subsidios para de-sarrollo agrícola del ALBA, el bloque regional liderado por Venezuela y Cuba, al cual Zelaya se unió el año pasado. Les entregaron tractores, abono y semillas, todo comprado con petrodólares venezolanos.
“Ahora los mismos militares que nos estuvieron cuidando seis meses y que conocen la comunidad dicen que tenemos escondidos soldados y armas venezolanas”, aseguró Cruz, quien a pesar de su enojo no pierde su voz dulce y calma. “Estamos en un lugar estratégico para los militares, los empresarios y los narcotraficantes”, agregó.
La comunidad está a pasos de la ruta que lleva al Puerto Castilla. Por allí salen los cargamentos de bananos de la norteamericana Standard Fruit Company y, según denunciaron los sucesivos gobiernos hondureños, ésa es una de las principales rutas del narcotráfico del país. Desde el golpe de Estado, el 28 de junio pasado, los vecinos de la comunidad han bloqueado esa ruta nacional y, por consecuencia, el comercio, durante dos o tres días durante casi todas las semanas.
Pueden salir de la comunidad, pero sólo en grupos grandes y, salvo que sea urgente, no de noche. “Nos pusieron retenes en la ruta y las patrullas pasan todo el tiempo por la entrada de la comunidad. Con toda la atención que atrajeron las organizaciones internacionales no se han animado a entrar, pero nos hostigan constantemente”, relató el dirigente campesino de 54 años y padre de once hijos.
Cruz habla todos los días con compañeros en Tegucigalpa y espera con ansias la visita de la Corte Interamericana, pero sabe que a pesar de su solidaridad están solos, en las lejanías de los valles del norte, sin gobierno ni justicia a los que recurrir.
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