Fernando Dorado
En sexto lugar, la cultura del valor y el miedo. El licor, las armas y las mujeres, al lado de una cruz y una virgen, así como la nostalgia triste y a la vez alegre. Melancólico por lo perdido y festivo porque “por lo menos estamos vivos”. Son valores culturales que aparecen muy marcados entre los mexicanos y los colombianos, que se reflejan en sus canciones populares y en sus escritores más famosos. El “machote mexicano” que juega al suicidio no solo en la “arena frente al toro o a su rival enmascarado”; el “voceador” o propagandista popular de Juan Rulfo (“El Gallo de oro”) que en nuestro entorno se transforma en el “Yerbatero”, canción de Juanes que describe al antioqueño “paisa” que engatusa al público a punta de labia
haciéndose pasar por “indio amazónico”; el “fiestero mamagallista” barranquillero que hace del carnaval toda su vida, el “palabrero guajiro” transformado en el juglar vallenato que describe Gabriel García Márquez, y en general, toda esa gran variedad de formas culturales populares que caracteriza a nuestros países como una suma de regiones diversas, diferentes, diferenciadas y complejas. Así somos en México y en Colombia.
Y en el siglo XXI las semejanzas son todavía más marcadas. En lo económico y militar, ambos países somos verdaderas colonias de los EE.UU. La clase política tradicional se encuentra descompuesta después de haber monopolizado el poder durante muchas décadas: En México a través del Partido Revolucionario Institucional PRI; en Colombia por medio del Frente Nacional que conformaron los partidos liberal y conservador. Pero son muchas más las analogías que se pueden hacer: el poder de la iglesia católica, la violencia “narco”, la gran migración mexicana y colombiana a EE.UU. y otros países, el mantenimiento del espíritu cortesano, el sur indígena y rebelde en ambos países, la pervivencia del falso legalismo (la ley es para los de ruana, hecha la ley hecha la trampa, etc.), un aparato de justicia burocratizado e ineficiente, la contradicción entre una rebeldía moderada y una insurgencia controlada, la farsa democrática de una oligarquía criolla que le teme al surgimiento de un verdadero caudillo popular,
la supervivencia de costumbres españolas americanizadas como el toreo de lidia, las peleas de gallos, las procesiones de semana santa o la “parranda santa”, la sátira política domesticada pero asesinada cuando se vuelve incontrolable, el humorismo cómico-político, las diferencias regionales entre norte, sur y centro, la cultura del crimen político, el nacionalismo traicionado, la burguesía trans-nacionalizada, los dos canales de TV monopólicos (Televisa y TV-Azteca; Caracol y RCN), y en fin, muchas más características que deben ser estudiadas en todos sus detalles para que los parecidos nos unan más y las diferencias sirvan para reconocernos en la diversidad.
Una tesis
Antes de avanzar en la historia quiero dejar trazada o expuesta la tesis principal de este escrito, a fin de estimular al lector a seguirnos en un recorrido hacia el pasado como si estuviéramos viajando al futuro, porque al hacerlo vamos encontrando hechos que nos incentivan a recuperar lo nuestro, eso que nadie nos puede quitar y que está por allí refundido en medio del terror y del miedo: las ganas de vivir con dignidad.
La tesis es que hemos llegado a esta situación de descomposición social y discapacidad espiritual y moral, no sólo por obra de las oligarquías mexicana y colombiana que se han puesto al servicio de la estrategia imperial de intervención territorial, sino porque nosotros como pueblos también se lo hemos permitido. No hemos acabado de unirnos de verdad, nos mantenemos dispersos, enfrentados unos con otros, no hemos terminado de construir confianzas entre nosotros mismos, y poco a poco, hemos desandado lo poco o mucho del camino de construcción de identidad popular que habíamos alcanzado a transitar a lo largo de los tiempos.
Se trata entonces de reflexionar para ver cómo – apoyándonos en las nuevas generaciones que hoy nos reemplazan – recuperar nuestro espíritu libertario, nuestro ser “indo-afro-ibero-americano”, sin renunciar a ninguna de nuestras raíces, pero potenciándolas a nuevos niveles que nos empaten con la realidad actual de millones de trabajadores “precariados”, desempleados e “informalizados”, que son la mayoría de nuestra población actual sobre-explotada, desplazada de sus territorios y humillada por el poder del capital.
Rememorando…
A principios del siglo XX, a ustedes les asesinaron por separado a sus principales líderes revolucionarios, Pancho Villa y Emiliano Zapata. Ellos simbolizaban el espíritu de rebeldía de un pueblo que – aunque tenía sus diferencias entre el norte y el sur –, se había unido no sólo frente al agresor imperialista sino para, simultáneamente, derrotar a la oligarquía terrateniente y construir democracia incluyente sobre la base de la redistribución de la tierra.
A nosotros nos arrebataron a Jorge Eliécer Gaitán, quien era un indio culto de Bogotá que encarnaba a toda la nación colombiana y quien con su verbo “restaurador de la moral” hacía temblar a los elites oligárquicas que complotaban para impedir su ascenso al poder. Tanto los unos como el otro, cayeron en la trampa criminal de unas cúpulas económicas que nunca han estado dispuestas a renunciar a sus privilegios y que han sido capaces de hundir a la nación en la violencia fratricida antes de ceder un milímetro ante su pueblo.
En esos hechos dramáticos nos desarmaron el espíritu y no lo hemos podido reacomodar. Así como en 1968 el gobierno del PRI volvió a mostrar el rostro criminal de la clase dominante en la masacre de estudiantes de la Plaza de Tlatelolco, mucho antes – entre 1958 y 1962 – la oligarquía colombiana asesinó a los dirigentes campesinos liberales que se habían desmovilizado confiando en un plan de Paz propuesto por las cúpulas de los partidos conservador y liberal, para salir de la guerra que sucedió al asesinato del caudillo liberal en 1948. Así, acrecentaron la desconfianza de quienes seguían “enmontados”.
Pedro Antonio Marín (“alias” Manuel Marulanda Vélez – “Tirofijo”) nunca olvidaría los asesinatos a mansalva de Dúmar Aljure, Guadalupe Salcedo y cientos de guerrilleros liberales que fueron traicionados por la oligarquía canalla de Bogotá. Por ello prefirió morir de viejo en el monte con su alma guerrillera y rebelde intacta y sin un rasguño, pero con la convicción de que por lo menos no se dejó engañar y asesinar como habían hecho con sus compañeros de lucha.
Y, en esa misma actitud están quienes lo han seguido por esa senda. Lucha que nos ha quitado cientos de miles de colombianos en estas seis (6) largas décadas de enfrentamiento entre hermanos. Y sobre esa guerra – que tenía orígenes en la reivindicación campesina por la tierra, la misma por la que lucharon Villa y Zapata en México –, se montó la nueva maniobra imperial de la “guerra contra las drogas”. A partir de 1980 se organizó una estrategia, ya no para acabar con la insurgencia sino para arrasar y apoderarse de extensos territorios ricos en minerales, oro que no pudieron explotar y llevarse los españoles, petróleo, gas y carbón tan necesario para sus industrias y falso “desarrollo”, y cobre, níquel, coltán, uranio y cuanta riqueza existe para tratar de impedir el derrumbe de su hegemonía imperio-colonial. continuará
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