Fernando Dorado
El reciente atentado contra la vida de Aída Quilcué, consejera mayor del CRIC merece una mayor reflexión. Ella quedó en la mente de los colombianos como la figura emblemática de La Minga al lado de Feliciano Valencia. ¿Nos hemos preguntado por qué la quieren matar?
A pesar de todo lo que ha pasado en nuestro país (miles de asesinados que aparecen en fosas comunes, falsos positivos, secuestros infames y violencia de todo tipo y de todos lados contra el pueblo), hay gente que todavía duda. Es tan visible la intención criminal, es tan evidente la irracionalidad del régimen, que hay personas que no pueden creer, vacilan y dicen… ¿pero cómo pueden ser tan brutos y tan brutales? Y rematan… ¿qué sacaría el gobierno con la muerte de esa dirigente indígena? Y también se responden: la convertirían en una mártir y ello no sería conveniente para el bloque de poder.
El problema no sólo es que en verdad la querían asesinar sino la forma cómo iban a hacerlo. Se había preparado un "falso positivo". Se pretendía relacionar a la Consejera del CRIC con actividades armadas. Todo estaba calculado para hacer un nuevo montaje pero esta vez la providencia y la suerte no se los permitió. Pareciera que los espíritus ancestrales de los pueblos originarios actuaron a favor de la justa causa indígena.
No sólo querían desaparecer a Aída. Querían acabar con uno de los valores que hoy encarna el movimiento indígena caucano y colombiano: su autonomía e independencia frente a todos los actores armados. Les incomoda la resistencia civil y comunitaria que ejercen con valentía y dignidad. Era un verdadero complot criminal contra el PODER y la legitimidad que hoy en día tiene La Minga. Ese poder amenaza a una oligarquía que defiende a muerte sus privilegios, y que utiliza – sin reconocerlo – al conflicto armado como una herramienta de su política de represión y de exterminio.
El hecho que el régimen actual se haya atrevido a ejecutar ese acto criminal, que le ocasionó la muerte al compañero Edwin, esposo de la líder india, no es señal de fortaleza. Una profunda debilidad está detrás de ese atentado.
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Todos nos preguntamos… ¿qué hacer? El dolor es muy grande. El temor también. Nos quieren paralizar a punta de terror. ¿Basta sólo la solidaridad y la denuncia? ¿Qué quieren provocar los asesinos? ¿Qué es lo que le conviene al régimen?
Los poderes autoritarios ofrecen tres escenarios a quienes se le oponen: la muerte, la cárcel o la resistencia armada. Cualquiera de ellos es presentado como un éxito de la "seguridad democrática". "Los dimos de baja", dice el ministro Santos, así sepa que es un falso positivo. "Judicialícelos y aprésenlos" ordena Uribe en sus consejos comunitarios. "Son sólo terroristas, rebeldes sin causa" reafirma Obdulio Gaviria.
Las comunidades organizadas y las víctimas de las violencias han venido cimentando la réplica a esta política de provocación. Sin embargo, es necesario afinar esa respuesta. Para hacerla más visible y operativa debemos conceptualizarla y perfeccionarla. Se trata nada más y nada menos que saber interpretar los mensajes que nos envía la población, que a veces chocan con conceptos prefabricados y librescos. Se trata de leer el momento político que vive el país.
Uribe no ha asumido los mandatos de las marchas. Las consideró un cheque en blanco y un respaldo absoluto a su gobierno. No ha entendido que en la primera marcha (04.02.08) la gente se desahogó contra las FARC. En las siguientes (6 de marzo, concierto de Juanes "paz sin fronteras", 20 de julio) la gente mostró, una vez más, que está cansada de la guerra. Sin embargo, el gobierno no puede aceptar que la reconciliación esté en la mente de los colombianos.
Ni Ingrid, que es víctima, entendió el momento. Por ello le fracasa la convocatoria del 28 de noviembre a pesar del apoyo del establecimiento y de los medios de comunicación. No fue capaz de romper con la política de guerra de Uribe. Jugó a no arriesgarse ante la polarización interna. Trató de pasar de agache y mostró el "cobre" calculador. Se interpreta que ella prefirió las sábanas limpias de París al barro de la realidad colombiana.
La oposición (Polo, liberales) tampoco ha acertado en este terreno. Ha vacilado, no ha actuado con coherencia, dejó traslucir un cálculo electoral. Ha faltado mostrar un genuino sentimiento de lucha por la paz. Sin riesgo no se trasmite convicción. Pesa más el temor a ser identificado con la estrategia de la insurgencia que el compromiso de acabar con la violencia fratricida.
Piedad Córdoba sí que se la ha jugado y ha arriesgado. Desgraciadamente en su afán por ayudar no cuida su autonomía y su independencia frente a la guerrilla. Y, los enemigos de la paz desfiguran su buena intención. En ese dilema hasta nuestro querido profesor Moncayo, que logró desencadenar fuerzas reprimidas, no supo mantener el equilibrio y se desgastó. El asunto realmente no es fácil.
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Por ello es que es tan importante la fuerza simbólica (política) que hoy concentran en sus manos las comunidades indígenas y las víctimas del conflicto, incluyendo a los familiares de los secuestrados. Esa fuerza se ha expresado en marchas y movilizaciones y hoy está en la mente de la mayoría de los colombianos.
Ante las vacilaciones, incoherencia, y a veces incomprensión de las fuerzas políticas, ese poder hoy simbolizado en La Minga y en las víctimas del conflicto armado tiene que ser canalizado y concretado por la propia dirigencia de esos sectores. No se lo pueden endosar a nadie. Ningún partido o movimiento político ha hecho lo suficiente para obtener esa responsabilidad.
Y qué mejor… Al fin y al cabo la causa de la reconciliación necesita un espíritu amplio, incluyente, una mirada hacia el futuro, empezar a voltear la página de la violencia, y quienes han demostrado estar más preparados son, por un lado, los indígenas, por su comprobada defensa de autonomía y territorio, y por el otro, las víctimas de la guerra, que han dado innumerables pruebas de grandeza y capacidad de perdón.
Ese es el temor de los que se lucran y viven de la guerra. Les aterra que la bandera de la Paz VUELVA A ONDEAR PERO EN MANOS DE LAS VÍCTIMAS y de sectores populares que no pueden ser acusados de ser cómplices de la guerrilla. Hoy la reconciliación no puede significar ningún tipo de concesiones a los actores violentos.
Por ello querían asesinar a Aída Quilcué. Porque para desgracia del gobierno, ella concentra la fuerza simbólica y entusiasmadora de la lucha popular indígena, y a la vez, es víctima de la violencia. Y para completar, víctima de un crimen de Estado.
Aída representa el valor civil. Bastones indios derrotando a fusiles y bombas. Que no se pierda esa fuerza y ese poder. Que no se diluya ese esfuerzo heróico. A los pobres y a las víctimas nos está llegando la hora de cobrar. Que no nos de miedo hacerlo.
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