25% de la población tiene una opinión favorable de Ocupa Wall Street y un 46% considera que sus reivindicaciones coinciden con las de una mayoría de norteamericanos
Yosmary Delgado
EL movimiento Ocupa Wall Street puede ser pequeño y desorganizado, el Tea Party puede ser extremista y racista, pero ambos reflejan hoy el estado de ánimo de los norteamericanos
mejor que el Congreso, la representación legítima del poder popular, y gozan de mayor respaldo que el Gobierno surgido de las urnas. Estados Unidos vive un momento, infrecuente en su historia, en que el pesimismo y la desconfianza en las instituciones condicionan gravemente su futuro.
Según una encuesta del diario The New York Times y la cadena CBS, un 25% de la población tiene una opinión favorable de Ocupa Wall Street y un 46% considera que sus reivindicaciones coinciden con las de una mayoría de norteamericanos. En ese mismo sondeo, un 9% apoya la actuación del Congreso, un 10% respalda al Gobierno y un 46% ve de forma favorable la gestión de Barack Obama. En otra encuesta, en febrero pasado, un 27% creía que el Tea Party es una muestra de las preocupaciones de todos los ciudadanos de este país.
Incluso admitiendo el valor relativo de las encuestas, muy influidas por la cobertura de los medios de comunicación, y aún considerando el riesgo de valorar un estado de ánimo en un sistema político cuya única expresión válida es la del voto, se puede reconocer en esas cifras, y en otras que llevan certificando esa tendencia desde hace meses, que EE UU atraviesa por una crisis de identidad que es, al mismo tiempo, reflejo y consecuencia de su crisis económica y política.
Si se observa la medición diaria de la página web RealClearPolitics, la pérdida de confianza en el Congreso ha ido en aumento, casi de forma constante, desde hace más de dos años. Ninguno de los dos partidos concita particular entusiasmo: demócratas y republicanos están empatados en cuanto a su aceptación popular, un 42%. Lo mismo se puede decir en cuanto al número de personas que consideran que el país camina en dirección equivocada, que crece sin cesar y hoy llega al 75%.
Ese pesimismo es el síntoma más grave de los nuevos tiempos. EE UU no es muy diferente, en este sentido, a otros países europeos en los que las malas condiciones económicas y la falta de respuestas de la clase política han generado escepticismo hacia las instituciones democráticas y, en algunos casos, movimientos de protesta similares a los de Ocupa Wall Street, como el de los indignados en España. El equivalente al Tea Party puede encontrarse en el ascenso de las fuerzas de extrema derecha en países de Europa, y en la germinación de una fea rivalidad cultural entre la Europa del Norte y la del Sur.
Un 66% de los ciudadanos creen que la distribución de la riqueza es injusta, y los datos les dan la razón.
La particularidad de EE UU radica en que ese pesimismo es mucho más destructivo en un país, como este, basado en la iniciativa individual y la confianza del ciudadano en su sociedad. Los sistemas europeos, en alguna medida, funcionan por encima del ciudadano. Aquí, el éxito del país está esencialmente vinculado al éxito de sus individuos, léase Steve Jobs. El optimismo es la principal fuerza motriz de una economía cuyas dos terceras partes dependen del consumo privado, una actividad que está íntimamente relacionada con la confianza en el futuro, es decir, con el optimismo.
Los norteamericanos no encuentran muchas razones para ser optimistas. Un 66% creen que la distribución de la riqueza es injusta, y los datos les dan la razón. Un informe de la Oficina del Presupuesto del Congreso, la institución más respetada del país en materia económica, certificaba el miércoles que, tal como dicen en Ocupa Wall Street, el 1% de la población ha doblado sus ingresos en los últimos 30 años, mientras que la quinta parte más pobre los ha aumentado en un 18%.
Sin embargo, la injusticia distributiva no explica todo el abatimiento actual. De hecho, ese desequilibrio se viene produciendo desde Ronald Reagan y su famosa política del goteo, y solo ahora aparece como un inconveniente en una nación en la que hacer dinero, cuanto más mejor, nunca ha sido pecado. Ese problema ha ascendido en la lista de reivindicaciones ciudadanas en la medida en que han crecido también otros que atormentan y desmoralizan a las familias, problemas como el desempleo, los desahucios de viviendas y las deudas por estudios, que desalientan a millones de jóvenes en un terreno que es esencial para el futuro.
Sobre esos tres asuntos está ofreciendo propuestas estos días el presidente Obama. Ha presentado un plan de inversión pública para estimular la economía, otro para la refinanciación más favorable de las hipotecas y uno más, este miércoles, para reducir los pagos que los estudiantes tienen que desembolsar por sus matrículas, que suelen prolongarse durante muchos años. Todos ellos son planes que han recibido mayormente elogios entre los especialistas y que recogen ideas que en el pasado han sostenido tanto demócratas como republicanos. Pero difícilmente esos planes van a resolver los problemas porque, desgraciadamente, su autor, Obama, es hoy parte del problema.
Esta es la tercera pata de la crisis de confianza en EE UU, la decepción por la situación política. Decepción, primero, con la gestión de Obama, quien siendo todavía apreciablemente respaldado, no ha traído el gigantesco cambio que parecía anunciarse.
El carácter de los estadounidenses se ha envenenado en estos tiempos. Por primera vez en su historia reaccionan con complejos ante un competidor: China. En los años ochenta y noventa del siglo pasado estaban preocupados por la competencia de Japón, pero aquello resultó un revulsivo. Ahora están asustados ante el ascenso de sus rivales, y, tanto en la derecha como en la izquierda, claman por más proteccionismo y más aislacionismo, la dirección contraria al instinto natural de este país.
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