“Las enormes manifestaciones contra la guerra en todo el mundo este fin de semana son un recordatorio de que todavía puede haber dos superpotencias en el planeta: los Estados Unidos y la opinión pública mundial”.
“Mira a tu alrededor y verás un mundo en ebullición”, escribe el editor estadounidense Tom Engelhardt, editor de la página tomdispatch. En efecto, diez años después del célebre artículo del Times,
que dio la vuelta al mundo en ancas del movimiento contra la guerra, no
hay casi rincón del mundo donde no exista ebullición popular, en
particular desde la crisis de 2008.
Se
podrían enumerar la Primavera Árabe que derribó dictadores y recorrió
buena parte del mundo árabe; Occupy Wall Street, el mayor movimiento
crítico desde los años sesenta en Estados Unidos; los indignados griegos
y españoles que cabalgan sobre los desastres sociales provocados por la
megaespeculación. En estos mismos momentos, Ucrania, Siria, Sudán del Sur, Tailandia,
Bosnia, Turquía y Venezuela están siendo afectadas por protestas,
movilizaciones y acciones de calle del más diverso signo.
Países
que hacía décadas que no conocían protestas sociales, como Brasil
aguardan manifestaciones durante el Mundial luego de que 350 ciudades
vieran cómo el desasosiego ganaba las calles. En Chile, se ha instalado
un potente movimiento juvenil estudiantil que no muestra signos de
agotamiento y en Perú el conflicto en torno a la minería lleva más de un
lustro sin amainar.
Cuando
la opinión pública tiene la fuerza de una superpotencia, los gobiernos
se han propuesto entenderla para cabalgarla, manejarla, reconducirla
hacia lugares que sean más manejables que la conflagración callejera,
conscientes de que la represión por sí sola no consigue gran cosa. Por
eso, los saberes que antes eran monopolios de las izquierdas, desde los
partidos hasta los sindicatos y movimientos sociales, hoy encuentran
competidores capaces de mover masas pero con finas opuestos a los que
esa izquierda desea.
Estilo militante
Desde el 20 hasta el 26 de marzo de 2010 se realizó en el departamento uruguayo de Colonia un “Campamento Latinoamericano de Jóvenes Activistas Sociales”, en cuya convocatoria se prometía “un espacio de intercambio horizontal” para trabajar por “una Latinoamérica más justa y solidaria”.
Entre el centenar largo de activistas que acudieron ninguno sospechaba
de dónde habían salido los recursos para pagar sus viajes y estadías, ni
quiénes eran en realidad los convocantes (Alai, 9 de abril de 2010).
Raúl Zibechi, periodista uruguayo, http://alainet.org/active/71859
Un
joven militante se dedicó a investigar quiénes eran los Jóvenes
Activistas Sociales que organizaban un encuentro participativo para “comenzar
a construir una memoria viva de las experiencias de activismo social en
la región; aprender de las dificultades, identificar buenas prácticas
locales aprovechables a nivel regional, y maximizar el alcance de la
creatividad y el compromiso de sus protagonistas”.
El
resultado de su investigación en las páginas web le permitió averiguar
que el campamento contó con el auspicio del Open Society Institute de
George Soros, y de otras instituciones vinculadas al mismo. La sorpresa
fue mayúscula porque en el campamento se realizaban reuniones en ronda,
fogones y trabajos colectivos con papelógrafos, con fondo de whipalas
y otras banderas indígenas.
Un decorado y estilos que hacían pensar que
se trataba de un encuentro en la misma tónica de los Foros Sociales y
de tantas actividades militantes que emplean símbolos y modos de hacer
similares. Algunos de los talleres empleaban métodos idénticos a los de
la educación popular de Paulo Freire que, habitualmente, suelen emplear
los movimientos antisistémicos.
Lo
cierto, es que unos cuantos militantes fueron usados
“democráticamente”, porque todos aseguraron que pudieron expresar
libremente sus opiniones, para objetivos opuestos para los que los
convocaron. Este aprendizaje de la fundación de Soros fue aplicado en
varias ex repúblicas soviéticas, durante la “revuelta” en Kirguistán en
2010 y en la revolución naranja en Ucrania en 2004.
Ciertamente,
muchas fundaciones y las más diversas instituciones envían fondos e
instructores a grupos afines para que se movilicen y trabajen para
derribar gobiernos opuestos a Washington. En el caso de Venezuela, han
sido denunciadas en varias oportunidades agencias como el Fondo Nacional
para la Democracia (ned
por sus siglas en inglés), creada por el Congreso de Estados Unidos
durante la presidencia de Ronald Reagan. O la española Fundación de
Análisis y Estudios Sociales (faes) orientada por el expresidente José María Aznar.
Ahora
estamos ante una realidad más compleja: cómo el arte de la movilización
callejera, sobre todo la orientada a derribar gobiernos, ha sido
aprendida por fuerzas conservadores.
El arte de la confusión
El periodista Rafael Poch describe el despliegue de fuerzas en la plaza Maidan de Kiev: “En
sus momentos más masivos ha congregado a unas 70.000 personas en esta
ciudad de cuatro millones de habitantes. Entre ellos hay una minoría de
varios miles, quizá cuatro o cinco mil, equipados con cascos, barras,
escudos y bates para enfrentarse a la policía. Y dentro de ese colectivo
hay un núcleo duro de quizás 1.000 o 1.500 personas puramente
paramilitar, dispuestos a morir y matar lo que representa otra
categoría. Este núcleo duro ha hecho uso de armas de fuego” (La Vanguardia, 25 de febrero de 2014).
Esta
disposición de fuerzas para el combate de calles no es nueva. A lo
largo de la historia ha sido utilizada por fuerzas disímiles,
antagónicas, para conseguir objetivos también opuestos. El dispositivo
que hemos observado en Ucrania se repite parcialmente en Venezuela,
donde grupos armados se cobijan en manifestaciones más o menos
importantes con el objetivo de derribar un gobierno, generando
situaciones de ingobernabilidad y caos hasta que consiguen su objetivo.
La
derecha ha sacado lecciones de la vasta experiencia insurreccional de
la clase obrera, principalmente europea, y de los levantamientos
populares que se sucedieron en América Latina desde el Caracazo
de 1989. Un estudio comparativo entre ambos momentos, debería dar cuenta
de las enormes diferencias entre las insurrecciones obreras de las
primeras décadas del siglo XX, dirigidas por partidos y sólidamente
organizadas, y los levantamientos de los sectores populares de los
últimos años de ese mismo siglo.
En
todo caso, las derecha han sido capaces de crear un dispositivo
“popular”, como el que describe Rafael Poch, para desestabilizar
gobiernos populares, dando la impresión de que estamos ante
movilizaciones legítimas que terminan derribando gobiernos ilegítimos,
aunque estos hayan sido elegidos y mantengan el apoyo de sectores
importantes de la población. En este punto, la confusión es un arte tan
decisivo, como el arte de la insurrección que otrora dominaron los
revolucionarios.
Montarse en la ola
Un
arte muy similar es el que mostraron los grupos conservadores en Brasil
durante las manifestaciones de junio. Mientras las primeras marchas
casi no fueron cubiertas por los medios, salvo para destacar el
“vandalismo” de los manifestantes, a partir del día 13, cuando cientos
de miles ganan las calles, se produce una inflexión.
Las manifestaciones ganan los titulares pero se produce lo que la socióloga brasileña Silvia Viana define como una “reconstrucción de la narrativa” hacia otros fines. El tema del precio del pasaje pasa a un segundo lugar, se destacan las banderas de Brasil y el lema “Abajo la corrupción”, que no habían estado originalmente en las convocatorias (Le Monde Diplomatique,
21 de junio de 2013). Los medios masivos también desaparecieron a los
movimientos convocantes y colocaron en su lugar a las redes sociales,
llegando a criminalizar a los sectores más militantes por su supuesta
violencia, mientras la violencia policial quedaba en segundo plano.
De
ese modo, la derecha que en Brasil no tiene capacidad de movilización,
intentó apropiarse de movilizaciones cuyos objetivos (la denuncia de la
especulación inmobiliaria y de las megaobras para el Mundial) estaba
lejos de compartir. “Es claro que no hay lucha política sin disputa por símbolos”,
asegura Viana. En esa disputa simbólica la derecha, que ahora engalana
sus golpes como “defensa de la democracia”, aprendió más rápido que sus
oponentes.
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