En días recientes ha circulado por las redes
sociales una frase mía, en la que afirmo que Venezuela es un país donde los
ricos protestan y los pobres celebran.
William Ospina Es parte de un texto que escribí hace un año, a
propósito de la muerte del presidente Hugo Chávez, y la echó a andar de nuevo
en estos días una columna de Julio César Londoño. Yo pienso que tanto los que protestan como los que
celebran merecen respeto, y siempre he admirado el carácter profundamente
pacífico de la revolución bolivariana, en cuyas elecciones llega a participar
más del 80 por ciento del electorado, y a la que han
caracterizado
movilizaciones de miles de ciudadanos que protestan y miles que celebran.
Hace un año, cuando se dio la elección de Nicolás
Maduro, yo mismo pude ver un país que en medio de las tensiones del debate
político hacía sonar cacerolas y lanzaba fuegos de artificio, y volví a sentir
admiración por un gobierno y por un pueblo que, en los momentos más dramáticos
de una revolución, producían en Venezuela menos hechos luctuosos que un partido
de fútbol en Colombia.
Es sobre todo por su contraste con la violencia
colombiana que he sentido tanto respeto por el proceso que lideró Chávez y
ahora lidera Nicolás Maduro. Intentar reformas que favorezcan a los sectores
más desprotegidos no es sólo un derecho sino un deber de los gobiernos, en un
mundo tan injusto y tan desigual como este.
Nuestro continente, ahora unido en la Comunidad de
Estados Latinoamericanos y Caribeños, Celac, se ha convertido en la cuarta
economía del planeta y crece a un ritmo inusual en los últimos tiempos, en una
dinámica que no le debe poco a la labor de Chávez, a su patriotismo y a su
incesante prédica de integración.
Una economía que creció en más del 150 por ciento
en diez años y que empieza a rivalizar con las grandes economías del mundo
despierta recelos por parte de las potencias a las que antes estaba sometida, y
tiene deberes ineludibles con sus comunidades.
No se puede crecer sin hacer esfuerzos gigantes de
redistribución del ingreso, y es lo que han hecho, no sólo Venezuela, sino
Brasil, Ecuador, Bolivia, Argentina y Uruguay, persistiendo al tiempo en una
política de integración y de autonomía.
También Colombia está creciendo, sin que ese
crecimiento logre beneficiar en serio a la comunidad, que se agita todavía
presa de todas las injusticias y todas las violencias. Lo único perceptible, en
un país donde al ritmo del crecimiento económico sólo crece la desigualdad, es la
multiplicación de algunas fortunas personales.
Todo el continente padece hondos problemas de
corrupción y fenómenos aberrantes de violencia desde la frontera norte de
México hasta las favelas de Río y las barriadas de Buenos Aires, pero ningún
tema continental despierta más debates en los medios que el venezolano.
Quince muertos por razones políticas en Venezuela y
la prisión de un líder opositor, causan más conmoción en el mundo que los 27
muertos que lleva Quibdó en dos meses, que los descuartizamientos en
Buenaventura, o que el largo exterminio de la Unión Patriótica en Colombia.
Lo que ocurre en Venezuela es mirado con más
atención y con más severidad, y es justo que así sea. Venezuela ha liderado en
los últimos 15 años un esfuerzo de justicia y de dignificación de las
comunidades que hace que todo lo que ocurre allí sea mirado con más esperanza y
más espíritu crítico que en cualquier otra parte.
En Colombia persisten la violencia y una larga
tradición de intolerancia política, pero Colombia no está liderando con sus
comunidades un proyecto moral de transformación histórica; quizá por eso no se
la mira con tanta expectativa. Venezuela está prometiendo un nuevo orden de
convivencia, un nuevo modelo social y cultural, y tiene responsabilidades más
visibles.
Quince muertos por razones políticas nos estremecen
y nos preocupan. El experimento social más generoso que se haya vivido en
nuestro vecindario tiene el deber de seguir siendo también el más pacífico y de
no abandonar los cauces democráticos que hasta ahora ha seguido. Ya sabemos que
una oposición mediática continua está declarando a Venezuela al borde del
colapso día tras día desde hace 12 años, y acusa a su gobierno de dictatorial,
aunque haya ganado todas las elecciones con la más alta participación del
electorado.
Siempre he dicho que el principal error de la
oposición ha sido no reconocer con humildad que el proceso bolivariano responde
a un gran clamor de justicia y de dignidad, válido no sólo para Venezuela sino
para todo el continente. Negar sus méritos, que media Venezuela antes invisible
reconoce y defiende, llamarlo tiranía y barbarie, también despierta indignación
entre sus partidarios, que no están dispuestos a dejarse borrar otra vez del
horizonte de la historia.
El gobierno venezolano tiene el deber de mantener
la paz, de ahondar en el diálogo, y de mostrarle a su pueblo y al mundo que el
modelo que propone es superior en su capacidad de convivencia, en su compromiso
de dignidad y en su promesa de prosperidad general, y tiene que permitir que lo
critiquen y lo vigilen.
Esa es la magnitud de su desafío. Esa es la
responsabilidad que se echan sobre sus hombros los procesos políticos que
quieren de verdad cambiar el mundo.
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