Celso Amorim, Ministro de Relaciones Exteriores del Brasil.
Hace siete años, cuando se hablaba de la necesidad de cambios en la geografía económica mundial o se decía que el Brasil y otros países deberían desempeñar un papel más relevante en la OMC o integrar de un modo permanente el Consejo de Seguridad de la ONU, muchos reaccionaban con escepticismo. El mundo y el Brasil han cambiado a una velocidad acelerada, y algunas supuestas “verdades” del pasado se van rindiendo ante la evidencia de los hechos. Las diferencias en el ritmo de su crecimiento económico con relación a los países desarrollados convirtieron a los países en vías de desarrollo en actores centrales de la economía mundial.
La mayor capacidad de articulación Sur-Sur –en la OMC, en el FMI, en la ONU y en nuevas coaliciones, como el BRIC– eleva la voz de países que antes estaban relegados a una posición secundaria. Cuanto más hablan y cooperan entre sí los países en desarrollo, más son escuchados por los ricos. La reciente crisis financiera puso de manifiesto de manera aún más evidente el hecho de que el mundo Lea aqui
ya no puede estar gobernado por un consorcio de pocos.
El Brasil ha intentado de forma osada desempeñar su papel en este nuevo cuadro. Pasados siete años y medio del gobierno del exterior es otra. Es innegable el peso cada vez mayor que hoy tenemos, así como un grupo nuevo de países, en la discusión de los principales temas de la agenda internacional, desde el cambio climático al comercio, desde las finanzas a la paz y la seguridad. Esos países aportan una nueva forma de mirar los problemas del mundo y contribuyen a un nuevo equilibrio internacional.
En el caso del Brasil, ese cambio de percepción se debió, en primer lugar, a la transformación de la realidad económica, social y política del país. Avances en los más variados rubros, desde el equilibrio macroeconómico hasta el rescate de la deuda social, tornaron al Brasil más estable y menos injusto. Las cualidades personales y el compromiso directo del presidente Lula en temas internacionales colaboraron para llevar la contribución brasileña a los principales debates de la agenda internacional.
Fue en ese contexto que Brasil desarrolló una política externa abarcadora y proactiva. Buscamos construir coaliciones que fueran más allá de las alianzas y las relaciones tradicionales, a las que tratamos sin embargo de mantener y profundizar, como la formalización de la Relación Estratégica con la Unión Europea y del Diálogo Global con los Estados Unidos.
El elocuente crecimiento de nuestras exportaciones hacia los países en desarrollo y la creación de mecanismos de diálogo y concertación, como la Unasur, el G-20 en la OMC, el Foro IBAS (India, Brasil y África del Sur) y el grupo BRIC (Brasil, Rusia, India y China) reflejaron esa política externa universalista y libre de visiones pequeñas de lo que puede y debe ser la actuación externa de un país con las características del Brasil.
La base de esa nueva política exterior fue la profundización de la integración sudamericana. Uno de los principales activos que dispone Brasil en el escenario internacional es la convivencia armoniosa con sus vecinos, comenzando por la intensa relación que mantenemos con la Argentina. El gobierno del presidente Lula se ha empeñado, desde el primer día, en integrar el continente sudamericano por medio del comercio, de la infraestructura y del diálogo político.
El Acuerdo Mercosur-Comunidad Andina creó, en la práctica, una zona de libre comercio que abarca toda la América del Sur. La integración física del continente avanzó de una forma notable, incluso con la conexión entre el Atlántico y el Pacífico. Nuestros esfuerzos para la creación de una comunidad sudamericana llevaron a la fundación de una nueva entidad: la Unión de las Naciones Sudamericanas (Unasur).
Sobre las bases de una América del Sur más integrada, Brasil contribuyó en la creación de mecanismos de diálogo y cooperación con países de otras regiones, fundados en la percepción de que la realidad internacional ya no permite la marginalización del mundo en desarrollo. La formación del G-20 de la OMC, en la Reunión Ministerial de Cancún, en 2003, marcó la madurez de los países del Sur, cambiando de forma definitiva el modelo de toma de decisión en las negociaciones comerciales.
El IBAS respondió a los anhelos de concertación entre tres grandes democracias multiétnicas y multiculturales, que tienen mucho que decir al mundo en términos de afirmación de la tolerancia y de conciliación entre el desarrollo y la democracia. Además de la concertación política y de la cooperación entre los tres países, el IBAS se convirtió en un modelo para los proyectos en pro de naciones más pobres, demostrando, en la práctica, que la solidaridad no es un atributo exclusivo de los ricos.
También lanzamos las cumbres de los países sudamericanos con los países africanos (ASA) y con los países árabes (ASPA). Construimos puentes y políticas entre regiones hasta ahora distantes unas de las otras, a despecho de sus complementariedades naturales. Esa aproximación política derivó en notables avances en las relaciones económicas. El comercio del Brasil con los países árabes se cuadruplicó en siete años. Con África, se multiplicó por cinco y llegó a más de 26 mil millones de dólares, cifra esta superior a la del intercambio con socios tradicionales como Alemania y Japón.
Estas nuevas coaliciones ayudan a cambiar el mundo. En el campo económico, la sustitución del G-7 por el G-20 como principal instancia de deliberación sobre los rumbos de la producción y de las finanzas internacionales es el reconocimiento de que las decisiones sobre la economía mundial carecían de legitimidad y eficacia sin la participación de los países emergentes.
También en el terreno de la seguridad internacional, cuando Brasil y Turquía convencieron a Irán para que asumiera los compromisos previstos en la Declaración de Teherán, quedó demostrado que nuevas visiones y formas de actuar son necesarias para lidiar con temas tratados hasta entonces de forma exclusiva por los actuales miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. A pesar de las resistencias iniciales a una iniciativa que nació fuera del cerrado club de las potencias nucleares, estamos seguros de que la dirección del diálogo allí señalada servirá de base para las futuras negociaciones y para la eventual solución de la cuestión.
Una buena política externa exige prudencia. Pero también exige osadía. No puede basarse en la timidez o en el complejo de inferioridad. Es común escuchar que los países deben actuar de acuerdo con sus medios, lo que es casi una obviedad. Pero el mayor error es subestimarlos.
A lo largo de estos casi ocho años, Brasil actuó con osadía y, al igual que otros países en desarrollo, cambió su lugar en el mundo. Esos países son vistos hoy, inclusive por los eventuales críticos, como actores a los que les tocan crecientes responsabilidades y un papel cada vez más central en las decisiones que afectan los destinos del planeta”.
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