Luego de hacer estragos en su patria de origen, Estados Unidos, el “virus neoliberal”, para usar la acertada expresión de Samir Amin, ha contagiado Europa. Ante los síntomas inocultables de la crisis los mercados reaccionan con su explosiva mezcla de rapacidad e irracionalidad y evidencian su escepticismo ante las recetas de salida de la crisis elaboradas por el G-20, el FMI o el BM. Para colmo, este fin de semana, Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, declaró que “el salvataje de un billón de dólares aprobado por la UE y el FMI es sólo para ganar un poco de tiempo”. Esta opinión fue secundada por el economista-jefe del BCE, Jürgen Stark, quien además dijo que “cuando los mercados se vuelven locos nadie puede prever las consecuencias”.
El carácter estructural y de larga duración de la crisis es evidente y sus dimensiones son impresionantes: en Grecia el déficit fiscal en relación con el PBI roza el 14 por ciento; en Irlanda casi el 15; en España está a centésimos del 12; en Portugal supera ya el 9 y en Gran Bretaña, de la cual pocos hablan, el déficit fiscal es apenas una centésima inferior a la incendiada Grecia: 13 por ciento. Estas cifras se apartan brutalmente de las estipuladas en el ya difunto Tratado de Maastricht, por el cual los países europeos se comprometieron a mantener su déficit fiscal por debajo del 3 por ciento del PBI.
Todo esto ocurre porque, ante el estallido de la crisis en el verano boreal de 2008, los gobiernos ordenaron al Banco Central Europeo y a sus propios bancos rescatar a las grandes empresas afectadas por la crisis; tal como lo habían hecho en Estados Unidos Bush y Obama, demostrando, por la vía del ejemplo, que la doctrina de la “autonomía del Banco Central” es una engañifa sólo destinada al consumo de los sumisos gobiernos de la periferia.
El problema con estos rescates es que más pronto que tarde los fenomenales desembolsos realizados por los gobiernos se convierten en una deuda de proporciones gigantescas, originando un incontenible crecimiento del déficit fiscal. Dado que hasta hace pocas semanas el FMI se abstuvo siquiera de lanzar una advertencia a los países del mundo desarrollado (cuando por déficit muchísimo menores envía sus letales misiones a cualquier país del Tercer Mundo), el problema no suscitó mayor atención salvo entre los pocos que estaban realmente al tanto de la situación y no creían en las ingeniosas metáforas utilizadas por los gurús del capitalismo que hacía un año venían hablando de los “brotes verdes” que anunciaban el fin de la crisis.
Charlatanes irresponsables (al igual que los que en la Argentina pronosticaban en marzo de 2002 que para finales de ese año el dólar se cotizaría entre 12 y 14 pesos por unidad), sienten ahora que el mundo se les viene abajo: el euro se desploma, la Eurozona está a punto de desintegrarse y como los gobiernos capitalistas sólo conciben la salida de la crisis haciéndosela pagar a los trabajadores, el clima social se carga de una conflictividad no vista desde los sucesos de 1968, aunque algunos se remontan hasta las postrimerías de la Primera Guerra Mundial.
La propuesta para griegos y españoles es un calco de las que el FMI impulsara en América latina y que sólo sirvieron para acelerar el derrumbe, siendo el caso argentino el espejo más fiel de lo que probablemente les espere a muchos países de la Unión Europea que todavía se aferran al catecismo neoliberal. El Wall Street Journal del 12 de mayo señalaba que “en la Eurozona y en menos de un mes el FMI dejó de ser un paria para convertirse en una institución esencial cuya bendición es necesaria para los países que necesitan paquetes de rescate”.
Este verdadero Dr. Mengele de las economías –que sigue siendo el mismo de antes, pese a declaraciones públicas en contrario– fue el que las autoridades de la Unión Europea eligieron para que administre los remedios que resolverán la crisis. Por eso no sorprende ver a una Europa en pie de guerra social como respuesta a un programa de ajuste tan brutal como los que padecimos en América Latina.
Al igual que en Grecia, el ajuste recesivo de Rodríguez Zapatero en España tiene como uno de sus puntales la reducción salarial del 5 por ciento para la mayoría de los trabajadores y la congelación para los de menor ingreso, los llamados “mileuristas” (por ser aproximadamente ésa la suma que ganan mensualmente). Para demostrar que habrá austeridad para todos, y que ésta será progresiva, el gobierno español decidió que desde el cargo de secretario de Estado para arriba, la reducción sería del 15 por ciento.
El único detalle es que mientras el presidente del gobierno español gana 91.982,40 euros por año (cerca de 8.000 euros mensuales, amén de diversos gastos que corren por cuenta del erario), el recorte del 15 por ciento difícilmente le producirá alguna merma en su capacidad de ahorro y consumo. Pero para los sectores inferiores de la administración pública –cuyos ingresos oscilan, con premios, complementos y pagas extraordinarias, en torno de los 2.000 euros mensuales–, los 100 euros que les serán reducidos incidirán negativamente en su nivel de vida.
David Cameron, el nuevo premier británico, fue más flemático y ordenó una reducción del 5 por ciento de sus emolumentos, pese a que su sueldo anual de 207.500 libras esterlinas (sumando el que le corresponde como premier y como miembro del Parlamento) más que duplica el de su colega español. Estos dos ejemplos bastan para caracterizar la filosofía que inspira estos programas de ajuste. Agréguese a ello que en ningún país de la UE esta reducción del gasto afecta al voluminoso presupuesto militar, parte del cual se destina a financiar guerras inmorales e infames como las que se están librando en Iraq y Afganistán. Lo que sí se reducirá será la suma destinada a la cooperación internacional. Sólo en el caso español esto significa una baja de 600 millones de euros, un 8 por ciento en relación con lo previamente presupuestado.
En este contexto, no deja de ser llamativa la conversación telefónica que sostuvieron el 11 de mayo Obama y Rodríguez Zapatero, sobre todo cuando el primero le aconsejó que tomara medidas resolutivas “para calmar a los mercados”. Esta frase es más que semejante a la que en su momento pronunciara el ex presidente Fernando de la Rúa en vísperas del derrumbe de la convertibilidad, cuando también él –como Obama ahora– creía que era imprescindible y factible “llevar tranquilidad a los mercados”. En realidad, los mercados son una institución en la cual la crispación, el desenfreno y la irracionalidad son la norma; además, sin importar cuánto se haga a su favor, son insaciables y siempre querrán más, como se lo hicieron saber a De la Rúa y Cavallo en diciembre de 2001.
En las páginas finales del primer tomo de El Capital, Marx describió con vívidos caracteres la naturaleza de los capitalistas y los mercados al decir que “el capital experimenta horror por la ausencia de ganancia... Si la ganancia es adecuada, el capital se vuelve audaz (...) Al 20 por ciento, se pondrá impulsivo; al 50 por ciento se vuelve temerario; por el 100 por ciento, pisoteará todas las leyes humanas; y por el 300 por ciento no hay crimen que lo arredre, aunque corra el riesgo de que lo ahorquen”. La experiencia de los dos últimos años le da la razón y la crisis recién está comenzando a manifestarse.
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