William Ospina
Es para mí un honor y un compromiso llegar a esta tribuna del Premio Rómulo Gallegos, que, como bien lo dijo aquí mismo Fernando Vallejo, es una de las más altas de América.
Entre los muchos hechos que me han traído hasta aquí, quisiera mencionar dos hechos que ocurrieron hace unos veinte años.
Empezaba la conmemoración del quinto centenario del llamado Encuentro de los Mundos, y esa circunstancia me hizo concebir el proyecto de un libro de poemas en el que se oyeran las voces milenarias del continente. Me parecía que en un mundo tan antiguo nosotros no podíamos tener quinientos años; era una desventaja tener apenas quinientos años; y con ese libro de poemas, “El país del viento”, intenté despertar en mí la conciencia de un pasado más hondo y más complejo.
También entonces me pidieron escribir la parte inicial de una “Historia de la poesía colombiana”. Yo intenté brindar allí una muestra de la vasta y dispersa poesía de los pueblos indígenas de Colombia, y después me interné por los meandros de la más ambiciosa de las crónicas de la Conquista, las “Elegías de varones ilustres de Indias”, de Juan de Castellanos.
No sabía yo que aquel poema iba a ocupar veinte años de mi vida. Comprendí que nuestra literatura continental había comenzado no con un cuento sino con un canto, con una crónica en verso casi infinita. Juan de Castellanos, un poeta bastante descuidado por nuestra tradición, calumniado por una crítica doctrinaria, es el fundador de la poesía escrita en español en República Dominicana, Puerto Rico, Jamaica, Trinidad, Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador y el mundo amazónico. Leyendo ese libro convulsivo e iluminado, ese objeto apasionante de observación y de erudición, yo viví mi personal descubrimiento de América.
Algunos censuraron que yo intentara rescatar del olvido, o del desdén, esa crónica abrumadora escrita en octavas reales a la algunos sabios españoles le habían negado todo vuelo poético.
Pero yo hallaba poesía en cada página, pasaba tardes enteras conmovido por las batallas, sorprendido por el vuelo de los pájaros, entretenido por las astucias de los guerreros, deslumbrado por el espectáculo de los pueblos nativos, sobrecogido por la irrupción de los jaguares y de los caimanes, asombrado por la minuciosa descripción de los atavíos de los jefes de Cumaná o por la artesanía de las flechas, hechas con varas tostadas de palma y mortalmente terminadas con puntas de diente de tiburón y puyas de raya.
Alguien ha dicho que hay libros que tienen “todo el abigarramiento de la selva y toda la erudición del Renacimiento”: yo reclamaría ese honor para las “Elegías de varones ilustres de Indias”, de Juan de Castellanos, bajo cuyo influjo he trabajado durante tanto tiempo, y de las que espero todavía aprender muchas cosas.
Mientras me adentraba por la obra de ese hombre humilde de Alanís que tuvo la suerte y la valentía de descubrir y de nombrar un mundo, me sorprendió que en 1992, cuando se conmemoraba aquel choque, España hubiera impreso los rostros de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro en los billetes de mil pesetas, los que más circulaban en la península.
Mientras me adentraba por la obra de ese hombre humilde de Alanís que tuvo la suerte y la valentía de descubrir y de nombrar un mundo, me sorprendió que en 1992, cuando se conmemoraba aquel choque, España hubiera impreso los rostros de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro en los billetes de mil pesetas, los que más circulaban en la península.
Sentí que España seguía envanecida de sus triunfos guerreros, celebrando el costado épico de la Conquista , que es el que a nosotros más nos aflige, persistiendo en la leyenda insostenible de que esos guerreros fueron paladines de la civilización, y olvidando al mismo tiempo la labor de quienes intentaron verdaderamente establecer la alianza de los mundos, de quienes denunciaban el horror de la Conquista como Bartolomé de las Casas, de quienes interrogaban el mundo americano, como Gonzalo Fernández de Oviedo, de quienes buscaban desesperadamente nombres para todas las cosas, de quienes, más allá de la ambición y la codicia llegaron a amar el territorio, procuraron comprender las culturas indígenas, e iniciaron el mestizaje de la lengua, como Juan de Castellanos.
España había hecho obra de verdadera civilización, pero no lo sabía o no quería saberlo. Prefería envanecerse de haber fundado el imperio más grande del mundo, repetirse que bajo la corona de Carlos V no se ocultaba el sol, porque cuando oscurecía en las sierras de oro de California ya estaba amaneciendo sobre los arrozales de Manila. Y yo lamenté que, fiel a una suerte de envanecimiento bélico, sólo quisiera rendirles culto a sus guerreros, y se olvidara de sus sabios y de sus poetas.
En 1998 fui invitado a participar en los Cursos de Verano del Escorial, y tuve la oportunidad de corregir el libro que escribía entonces sobre Juan de Castellanos, “Las auroras de sangre”, en un hotel en la parte alta de los bosques desde donde se ven las torres del palacio de Felipe II. Y recuerdo que una tarde caminé a solas alrededor de aquella fortaleza impresionante, diciéndome que la España del Renacimiento había sido capaz de labrar esa geometría de rigor y de piedra, pero que en nuestra tierra un solo hombre, al que la experiencia y el amor habían hecho americano, había construido con palabras un monumento aún más perdurable.
No sé si será lícito comparar obras tan disímiles, pero ambas son fruto del talento humano y de su vocación de eternidad, y es de siempre esa emulación entre las palabras y las piedras. Borges nos ha contado que el primer emperador chino, que ordenó construir la muralla, fue el mismo que ordenó en vano quemar los libros; y Nietzsche dijo poderosamente que es más fácil romper una piedra que una palabra.
Fue en un par de pequeños libros editados por Monte Ávila donde conocí la obra de Juan de Castellanos. Eran dos selecciones antológicas del poema, y una de ellas se llamaba “Elogio de las islas occidentales”.
España había hecho obra de verdadera civilización, pero no lo sabía o no quería saberlo. Prefería envanecerse de haber fundado el imperio más grande del mundo, repetirse que bajo la corona de Carlos V no se ocultaba el sol, porque cuando oscurecía en las sierras de oro de California ya estaba amaneciendo sobre los arrozales de Manila. Y yo lamenté que, fiel a una suerte de envanecimiento bélico, sólo quisiera rendirles culto a sus guerreros, y se olvidara de sus sabios y de sus poetas.
En 1998 fui invitado a participar en los Cursos de Verano del Escorial, y tuve la oportunidad de corregir el libro que escribía entonces sobre Juan de Castellanos, “Las auroras de sangre”, en un hotel en la parte alta de los bosques desde donde se ven las torres del palacio de Felipe II. Y recuerdo que una tarde caminé a solas alrededor de aquella fortaleza impresionante, diciéndome que la España del Renacimiento había sido capaz de labrar esa geometría de rigor y de piedra, pero que en nuestra tierra un solo hombre, al que la experiencia y el amor habían hecho americano, había construido con palabras un monumento aún más perdurable.
No sé si será lícito comparar obras tan disímiles, pero ambas son fruto del talento humano y de su vocación de eternidad, y es de siempre esa emulación entre las palabras y las piedras. Borges nos ha contado que el primer emperador chino, que ordenó construir la muralla, fue el mismo que ordenó en vano quemar los libros; y Nietzsche dijo poderosamente que es más fácil romper una piedra que una palabra.
Fue en un par de pequeños libros editados por Monte Ávila donde conocí la obra de Juan de Castellanos. Eran dos selecciones antológicas del poema, y una de ellas se llamaba “Elogio de las islas occidentales”.
Parecían dos pequeños volúmenes, pero cuando los abrí eran mares y selvas, ríos y serpientes, tempestades y muertes; estaban hechos de observación, de paciencia, de esplendor y de sangre, y me produjeron la sensación ineluctable de estar conociendo mi origen.
Contaban a menudo hechos muy dolorosos, pero yo sentí, a quinientos años de distancia, que bien podían ser ciertas para nosotros aquellas palabras de Homero: “Los dioses labran desdichas, para que a las generaciones humanas no les falte qué cantar”.
Una de las cosas más conmovedoras de aquel descubrimiento poético es que nos hacen sentir que estas patrias nuestras son una sola. Para Castellanos hablar de Cubagua y de Manaure, de Pamplona y de Coro, del Chocó y de Maracaibo, de Mocoa y de El Tocuyo, de Cumaná y de Vélez, de Cartagena y de Margarita, es hablar del mismo territorio y de la misma aventura.
Yo he notado que estas novelas que he escrito, “Ursúa” y “El país de la canela”, y que son mi interrogación de quién soy como colombiano, siempre comienzan en Panamá, siempre pasan por Quito y por Cuzco, siempre cruzan por Manaos, y siempre terminan en Margarita y en Santo Domingo. Me gustaría decir de mi patria lo que dijo Carlos Mastronardi de su querida provincia:
Una de las cosas más conmovedoras de aquel descubrimiento poético es que nos hacen sentir que estas patrias nuestras son una sola. Para Castellanos hablar de Cubagua y de Manaure, de Pamplona y de Coro, del Chocó y de Maracaibo, de Mocoa y de El Tocuyo, de Cumaná y de Vélez, de Cartagena y de Margarita, es hablar del mismo territorio y de la misma aventura.
Yo he notado que estas novelas que he escrito, “Ursúa” y “El país de la canela”, y que son mi interrogación de quién soy como colombiano, siempre comienzan en Panamá, siempre pasan por Quito y por Cuzco, siempre cruzan por Manaos, y siempre terminan en Margarita y en Santo Domingo. Me gustaría decir de mi patria lo que dijo Carlos Mastronardi de su querida provincia:
Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre.
Ese abrazo de sierras, de aguas y de islas define a la Colombia de mis sueños: menos un mapa que una pregunta, menos unas instituciones que una memoria, menos una certeza que un asombro inconcluso (continuará)
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(1)
Una expedición que partió del Perú –organizada y dirigida al inicio por Gonzalo Pizarro– y cuya finalidad era encontrar un fabuloso lugar en medio de la selva, con "interminables bosques de canela". No hay que olvidar que entonces la canela, las especias en general, tenían casi tanto valor como el oro.
El protagonista y narrador es Cristóbal de Aguilar, ficticio conquistador de segunda generación, hijo de una indígena y de uno de los más cercanos colaboradores de Francisco Pizarro, uno de los recordados Trece de la Isla del Gallo.
Cristóbal participa en la mencionada expedición, un accidentado viaje de 18 meses en los que pasa hambre y todo tipo de penalidades, además de ser testigo de los peores abusos de los españoles. Finalmente, los sobrevivientes navegan por todo el Amazonas, con sus maravillas naturales y seres misteriosos, como las guerreras que dieron nombre al río.
El escritor William Ospina habla de su libro ‘El país de la canela’
Entrevistas: Francisco Ángeles, Radio Caracol
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