viernes, 3 de septiembre de 2010

COLOMBIA: SANTANDERISMO JURÍDICO AL SERVICIO DEL IMPERIALISMO DEL SIGLO XXI

Fernando Dorado
En Colombia se cree que gobernar consiste en aprobar leyes. “Qué eficiencia la del gobierno de Santos”, decía un periodista al destacar que ha presentado ante el Congreso varias reformas constitucionales y radicado numerosos proyectos de ley. Es el prototipo del “espíritu santanderista” que se elogia como un gran valor de la democracia republicana.
Tenemos una Constitución con 380 artículos y 60 artículos transitorios. En su vigencia de 19 años ha sido reformada 25 veces. “Está despedazada estructuralmente”, afirman los expertos. Además, en tres semanas de sesiones del Congreso se inscribieron 170 proyectos de ley y 17 actos legislativos para su trámite. Es una locura… ¡una orgía legislativa!

Se gastan en funcionamiento de concejos municipales, asambleas departamentales y Congreso de la República, más de $300 mil millones al año. Es el costo de sostener una aparente democracia. “Se eligen los ‘honorables’ y no se vuelven a ver”, indican los electores. No existe participación de la sociedad. Son raros los representantes que ejercen control político, casi todos terminan amangualados con los gobernantes.
El sector judicial y el poder público (contralorías, procuradurías, personerías) absorben más de 3 billones del presupuesto nacional, pero la corrupción crece. Funcionarios y contratistas se roban algo más de esa misma suma. Mientras tanto, las fuerzas de seguridad se gastan un 15% del presupuesto en represión, pero el crimen y el delito se incrementan a diario.

Estudios jurídicos y sentencias de altas cortes, no sirven de nada. Fiscales, cárceles, juicios, penas, extradiciones, y miles de leyes no consiguen detener la avalancha de ilegalidad que consume a nuestra sociedad. ¿Qué pasa?
La legalidad ilegal de los poderosos
Los grandes empresarios y transnacionales utilizan esa debilidad. Pagan a políticos para hacer leyes que les otorgan óptimas condiciones de inversión. Obtienen así pingües ganancias. Aceptan - de mala gana -, la aprobación de normas sobre derechos sociales, culturales y laborales, defensa del medio ambiente y otras, pero siempre terminan violándolas. Sobornan a funcionarios regionales y locales, o compran con pequeños favores a las mismas comunidades afectadas por sus actos ilegales.

Un ejemplo es lo que ocurre en el Cauca con Smurfit-Kappa (Cartón Colombia) y los Ingenios Azucareros. Leyes especiales les permiten estar entre las empresas más rentables del país. Zonas francas, exenciones tributarias, construcción de obras de infraestructura exclusivas para su beneficio – como ocurre ahora con el “ferrocarril del oeste”
[1] -, y todo un cúmulo de gabelas que ya quisiera tener un pequeño productor.
Paralelamente se dan formas de violar “legalmente” todas las leyes que puedan. Se han inventado todo tipo de “cooperativas” y formas de contratación para sobre-explotar a los trabajadores. Persiguen o sobornan a los líderes sindicales. Compran funcionarios de las corporaciones regionales ambientales mientras contaminan y degradan el medio ambiente.
[2]
Siguiendo su ejemplo, las transnacionales mineras - encabezadas por la Anglo Gold Ashanti -, hacen estragos en la región. Cuando una comunidad no se deja manipular con sus ofrecimientos recurren sin escrúpulos a la violencia paramilitar, como ocurre actualmente en municipios del noroccidente del Cauca.[3]
Mientras tanto el gobierno aprueba “normas sanitarias” impuestas por la Organización Mundial de Comercio para sacar del mercado a miles de productores de panela, pequeños ganaderos y lecheros, y otros productores agrícolas, a los que los funcionarios les aplican “el peso de la ley en defensa del interés común”. Claro, ellos no tienen con qué sobornarlos.

La economía "coquera"
Frente a este panorama angustioso e injusto, sobre todo para quien lo vive en carne propia, la salida legal es un imposible. Mockus acertaba en proponer la “legalidad democrática” pero no desafió la criminalidad de Uribe y la ilegalidad de los grandes empresarios. En sus lecciones pedagógicas siempre se refería al ciudadano de a pié que violaba la ley, pero nunca se enfrentó al poderoso. Por esa razón, él mismo desinfló la “ola verde”.

La reacción natural de cualquier sociedad es la rebelión. Sin embargo, el camino de la insurgencia también fue degradado. La estrategia imperial de “guerra sucia” enlodó la lucha armada. Hoy, muchos de quienes se enrolaran en la guerrilla lo hacen como una aventura delincuencial. Es real. Con ese sentido se vinculan miles de jóvenes a los grupos paramilitares, a las bandas armadas rurales o urbanas, o a prácticas individuales criminales. Lo que ocurre en Medellín es una muestra de lo que ocurre en todo el país.

Numerosos campesinos caucanos han aprendido a convivir con la economía coquera. Ya no tumban todos sus cultivos para sembrar coca como lo hicieron durante la primera “bonanza” de los años 70 y 80. No. Ahora permiten que sus hijos vayan a “raspar coca” (cosechar hoja), o ellos mismos se vinculan a la siembra y procesamiento de la “base” (primera fase de extracción del clorhidrato de cocaína). Así, canalizan parte de los recursos que obtienen hacia el sostenimiento de la producción de café, panela o pequeña ganadería.

En el Cauca y en muchas regiones de Colombia, gran parte de esa economía fluye e irriga canales de intermediación comercial, de transporte y financiera. El fenómeno de las captadoras ilegales, “para-financieras” o pirámides, es parte de ese fenómeno. “No podemos dejarnos morir de hambre” afirman los campesinos que tienen que aceptar que su sobrevivencia depende de una economía, que es calificada como ilegal en los altos niveles del gobierno y de la prensa, pero que – en voz baja – es aceptada y “lavada” tanto en la Bolsa de Bogotá como en Wall Street de New York.
Hacia una legalidad popular

En nuestra región la economía del narcotráfico transforma regiones, envilece las condiciones productivas, descompone lazos comunitarios, corrompe a todas las instituciones, y crea una falsa ilusión de progreso que genera enormes dificultades para construir una sociedad con futuro viable y digno.
Nuestro pueblo ha resistido ese fenómeno. En los años 90, indígenas yanaconas del sur del Cauca le declararon la guerra a la amapola. Las mujeres del corregimiento de Lerma (Bolívar), impusieron la prohibición al consumo de licores alcohólicos como reacción a la violencia y degradación social que trajo ese fenómeno. Los pueblos Misak y Nasa han realizado diversas campañas de erradicación de cultivos de uso ilícito. Es una prueba de la dignidad y altura moral de esos pueblos originarios.

Sin embargo, pareciera imponerse la mentalidad ilegal. Dichos populares lo reflejan: “El vivo vive del bobo”; “la ley es para los de ruana”; “hecha la ley, hecha la trampa”; “¿si los de arriba roban, por que yo no?”, “no seas pendejo”. La música “traqueta” y otras manifestaciones culturales tienden a justificar una forma de vida que arrasa con los últimos espacios de resistencia popular de la región.
A pesar de todo nuestro pueblo reacciona. Frente a esa impactante realidad las mayorías anhelan una “legalidad democrática”. En municipios donde se vive esta situación - de comunidades indígenas, negras y mestizas -, que han sido fumigadas y perseguidas, la población votó en las pasadas elecciones en forma mayoritaria por los “verdes” y por el Polo. Ese es un mensaje esperanzador que genera emoción y confianza, y que nos obliga a construir una efectiva legalidad popular de nuevo tipo.

Conclusión
A más leyes y apariencia de regulación, más ilegalidad y violación de la norma. La represión y el castigo, no conducen a ninguna parte. El pueblo apoyó la “fuerza de la autoridad” que admiraba en Uribe, pero está descubriendo la ilegalidad que estaba detrás de esa propuesta política. Algo, muy en el fondo de nuestra sociedad, está fallando.
Algunos países sufren esta enfermedad más que otros. Casualmente, los tres países latinoamericanos que conservaron tradiciones jurídicas castellanas combinadas con algunas racionalidades de sociedades “imperiales” pre-colombinas (inca, muisca, azteca), son los que viven con mayor intensidad este problema en Latinoamérica.

La informalidad estudiada por Hernando de Soto en el Perú y, la economía ilegal que convierte en “estados fallidos” a Colombia y México, parecen ser un resultado complejo de la fusión de lo más atrasado de las sociedades coloniales con lo más avanzado de la plutocracia imperial transnacional. “Santanderismo jurídico” al servicio del “imperialismo del siglo XXI”.
No es con más leyes como saldremos de esta tragedia. No es con pequeñas reformas como avanzaremos. Hay que atacar las causas profundas de esta situación. Identificar a los causantes y beneficiarios de un modelo de despojo y explotación que impone “su legalidad” a punta de engaño y de violencia. Hay que derrotarlos políticamente. Así lo enseñan los pueblos de Venezuela, Bolivia y Ecuador. Somos nosotros - los sectores populares -, quienes tenemos la clave para salir de este atolladero. ¡Hagámoslo!

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