miércoles, 16 de agosto de 2017

Sociopatía del odio y epidemiología de la estupidez


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Eduardo Rothe Bien dijo Voltaire "Quien te hacen creer cosas absurdas, te hará cometer atrocidades", y la historia está llena de ejemplos. Porque una cosa es reconocer al adversario, contradecirlo, enfrentarlo, y la otra desear su aniquilación, lo que en terminología de los servicios de inteligencia se llama “retórica de la eliminación”.


Con esa retórica eliminatoria fue que Catalina de Médici condujo a los católicos franceses a la “Matanza de San Bartolomé” contra los calvinistas, la noche del 23 al 24 de agosto de 1572; y los españoles acabaron con los Caribes en las Antillas, los antisemitas europeos exterminaron judíos en Alemania y Europa del Este (el último

pogromo fue en Polonia después de la II Guerra Mundial), los franquistas fusilaron a centenares de miles de “rojos” en España, y los indonesios intoxicados por la CIA mataron un millón de supuestos “comunistas” en 1965.

Por esa retórica eliminatoria en Venezuela, hemos visto degollar y quemar vivos a seres humanos o aplaudir cuando una bomba derriba a un grupo de policías. Aquí la retórica del exterminio no es obra de Estado: corre por cuenta de la oposición, de personas de clase media, “decentes y pensantes”, intoxicadas con lo que la historia conoce como el “terror blanco” de la contrarrevolución. Negando la humanidad del otro, los enfermos de odio pierden su propia humanidad y se vuelven monstruos.

La sociopatia del odio nace de la estupidez. De ideas absurdas: los judíos son culpables de todo y hacen “sacrificios rituales” de niños cristianos, los comunistas nos quieren arrebatar nuestros hijos, o “Maduro es un dictador”. Ideas absurdas que llevan a los espíritus débiles hacia la crueldad. Claro, esas ideas no brotan de la nada, son maquinadas y promovidas por intereses que buscan beneficiarse haciendo aflorar la banalidad del mal, lo siniestro, dar patente de corso a las ensoñaciones violentas que habitan en los seres más pacíficos.

Fue así que algunos venezolanos y venezolanas, reputados por hospitalarios, generosos, tolerantes y pacíficos, pero empujados por un antichavismo enfermo, se vuelven turba salvaje que degüella, quema y mata, o aprueba a quien lo hace. Afortunadamente, los crueles son una minoría comparados con quienes los justifican, aprueban y aplauden.

Lo contrario ocurre con la estupidez, una epidemia que nace de cepas cultivadas en laboratorios mediáticos, transmitidas e inoculadas masivamente, para que sirvan de trampolín al consumismo, la mentira y la frivolidad, y en nuestro caso también al  odio. Y esto no es nuevo: en 1963 escuché a una señora de clase media decir que Fidel Castro enviaba marihuana a Venezuela, porque “¿Cómo se explica que un estudiante sea comunista, si no está drogado?”, y siempre me gustó la anécdota (rigurosamente cierta) de una aristocrática dama caraqueña que defendía a una joven a quien “acusaban” de izquierdista: “¿Cómo va a ser comunista una niña con unos ojos tan bellos?”.

La estupidez difusa en la oposición y el odio puntual contra Nicolás Maduro, se volvieron una amenaza real para la democracia venezolana, al punto que la política central del gobierno ha sido y sigue siendo un llamado permanente al diálogo y la paz. Y ahora, con la Constituyente, a esa exhortación a la convivencia se le añaden medidas punitivas para quienes promuevan o ejecuten delitos o crímenes de odio. A Dios rogando y con el mazo dando.

Y ya vemos un cambio saludable: las primeras gotas de una dulce llovizna de inteligencia y humanidad que mitiga las llamas de la violencia, y ojalá termine apagándolas. En las elecciones para la Constituyente, junto a los centenares de miles de personas que no pudieron votar porque se les impidió viajar o acercarse a sus centros de votación, más de medio millón de opositores votaron junto a los chavistas, cansados de la crueldad, el abuso y la delincuencia de las “trancas”.

En el ambiente constituyente cargado de cambios favorables, la agresión que sufrió, por parte de unas opositoras, la rectora del CNE Socorro Hernández, y las medidas punitivas hoy en curso contra las culpables y sus cómplices, podría muy bien ser el último, o uno de los últimos episodios de odio y estupidez de estos tiempos. Es de desear que así sea, y no por miedo chavista, porque donde las dan las toman y a la hora del mal todos somos bien capaces; una guerra se sabe cuándo empieza, pero no cuando termina y, dice el corrido mexicano “no es lo mismo ver morir que cuando a uno le toca”.

No es por miedo, es por inteligencia e instinto social de conservación. Por nosotros y por los que vienen. Por la América y el mundo, que ya soporta más que suficientes guerras y matanzas.  El llamado a la paz no es un llamado a la conformidad ni a la resignación o al pensamiento único. Es un llamado a la sociedad abierta y a la democracia.

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