El contexto en el cual se produce la reflexión acerca de lo que significaría un “vivir bien”, es la crisis civilizatoria mundial del sistema-mundo moderno. La modernidad aparece como sistema-mundo (mediante la invasión y colonización europea, desde 1492), subordinando al resto del planeta en tanto periferia de un centro de dominio mundial: Europa occidental.
Desde ese centro se desestructura todos los otros sistemas de vida y se inaugura, por primera vez en la historia de las civilizaciones, un proceso de pauperización a escala mundial, tanto humano como planetario. Se trata de una forma de vida que, a partir de la conquista y la colonización del Nuevo Mundo, marca el inicio de una época que, en cinco siglos, ha producido los mayores desequilibrios, no sólo humanos sino también medioambientales. Es decir, una forma de vida que, para vivir, debe matar constantemente.
Para encubrir esto, debe producir conocimiento encubridor; el conocimiento que produce, en cuanto ciencia y filosofía deviene, de ese modo, en la formalización y sofisticación de un discurso de la dominación, elevado a rango de racionalidad: Yo vivo si tú no vives, Yo soy si tú no eres. La forma de vida que se produce no garantiza la vida de todos sino sólo de unos cuantos, a costa de la vida de todos y, ahora, de la vida del planeta.
La economía depredadora que se deriva del proyecto moderno, el capitalismo, no sólo produce la pauperización acelerada del 80% pobre del planeta sino destruye el frágil entorno que hace posible la vida humana; de esto se constata una constante que retrata al capitalismo: para producir debe destruir. Por eso la sentencia de un Marx, ecologista avant la lettre, es categórica: el capitalismo sólo sabe desarrollar el proceso de producción y su técnica, socavando a su vez las dos únicas fuentes de riqueza: el trabajo humano y la naturaleza.
Para encubrir esto, debe producir conocimiento encubridor; el conocimiento que produce, en cuanto ciencia y filosofía deviene, de ese modo, en la formalización y sofisticación de un discurso de la dominación, elevado a rango de racionalidad: Yo vivo si tú no vives, Yo soy si tú no eres. La forma de vida que se produce no garantiza la vida de todos sino sólo de unos cuantos, a costa de la vida de todos y, ahora, de la vida del planeta.
La economía depredadora que se deriva del proyecto moderno, el capitalismo, no sólo produce la pauperización acelerada del 80% pobre del planeta sino destruye el frágil entorno que hace posible la vida humana; de esto se constata una constante que retrata al capitalismo: para producir debe destruir. Por eso la sentencia de un Marx, ecologista avant la lettre, es categórica: el capitalismo sólo sabe desarrollar el proceso de producción y su técnica, socavando a su vez las dos únicas fuentes de riqueza: el trabajo humano y la naturaleza.
Se convierte en una economía para la muerte; y su proyecto civilizatorio objetiva eso, de tal modo, que, por ejemplo, cuando la globalización culmina en un proceso de mercantilización total, la posibilidad misma de la vida, ya no de la humanidad entera sino de la vida del planeta mismo, se encuentra amenazada. Por lo tanto, la constatación de la crisis, no es sistémica, y no supone reformas superficiales sino que reclama una trasformación radical. Lo que está en juego es la vida entera. Una forma de vida que, por cinco siglos, se impuso como la naturaleza misma de las cosas, es ahora el obstáculo de la realización de toda vida en el planeta.
Quienes optan por esta forma de vida, no toman conciencia de la gravedad de la situación en la que nos encontramos, no sólo por ignorancia sino por la ceguera de un conocimiento que produce inconsciencia. En este sentido, el sistema-mundo moderno genera una pedagogía de dominación que, en vez de formar, deforma. Desde la inconsciencia no se produce una toma de conciencia. Esta toma de conciencia sólo puede aparecer en quienes han padecido y padecen las consecuencias nefastas de esa forma de vida: la modernidad.
La toma de conciencia produce la crítica al sistema. La crítica, si quiere ser crítica, sólo puede tomar como punto de referencia, la perspectiva de quienes padecen las consecuencias nefastas de un sistema basado exclusivamente en la exclusión, negación y muerte de su vida; es decir, las víctimas de este sistema-mundo: los pueblos indígenas. Ellos nos constatan (en la pauperización sistemática que sufren) a dónde nos conduce esa forma de vida. Se trata de un lugar epistemológico que tiene la virtud de juzgar al sistema como un todo.
Quienes optan por esta forma de vida, no toman conciencia de la gravedad de la situación en la que nos encontramos, no sólo por ignorancia sino por la ceguera de un conocimiento que produce inconsciencia. En este sentido, el sistema-mundo moderno genera una pedagogía de dominación que, en vez de formar, deforma. Desde la inconsciencia no se produce una toma de conciencia. Esta toma de conciencia sólo puede aparecer en quienes han padecido y padecen las consecuencias nefastas de esa forma de vida: la modernidad.
La toma de conciencia produce la crítica al sistema. La crítica, si quiere ser crítica, sólo puede tomar como punto de referencia, la perspectiva de quienes padecen las consecuencias nefastas de un sistema basado exclusivamente en la exclusión, negación y muerte de su vida; es decir, las víctimas de este sistema-mundo: los pueblos indígenas. Ellos nos constatan (en la pauperización sistemática que sufren) a dónde nos conduce esa forma de vida. Se trata de un lugar epistemológico que tiene la virtud de juzgar al sistema como un todo.
La referencia trascendental se encuentra como presencia de una ausencia: el grito del sujeto. Pero en este grito el sujeto incluye otro grito aun más radical: el grito de la Madre tierra, la pachaMama, el lugar donde se origina la vida. Es decir, es la vida en su conjunto la que grita. Y ese grito es sólo posible de ser atendido, como grito humano; es decir, la responsabilidad por transformar el desequilibrio y la irracionalidad de este proyecto de la muerte, es responsabilidad humana.
La Madre delega esa responsabilidad a sus hijos. Y se trata de un grito, no sólo porque es desesperado; sino porque la forma de vida en la que nos hallamos sumidos hace prácticamente imposible escuchar; por eso sucede la aporía: en la era de las comunicaciones, esta es cada vez menos posible.
Se trata de una forma de vida que nos vuelve sordos. Ya no somos capaces de escuchar, por eso se devalúan las relaciones humanas; incapaces de escuchar nos privamos de humanidad. La mercantilización de las relaciones humanas hace imposible cualquier cualificación de nuestras relaciones; todas se diluyen en la cuantificación utilitaria de los intereses individualistas. El ismo del ego moderno es el que le ciega toda responsabilidad, al individuo, de sus actos.
Se trata de una forma de vida que nos vuelve sordos. Ya no somos capaces de escuchar, por eso se devalúan las relaciones humanas; incapaces de escuchar nos privamos de humanidad. La mercantilización de las relaciones humanas hace imposible cualquier cualificación de nuestras relaciones; todas se diluyen en la cuantificación utilitaria de los intereses individualistas. El ismo del ego moderno es el que le ciega toda responsabilidad, al individuo, de sus actos.
Incapaz de responsabilizarse de las consecuencias de sus actos y sus decisiones, el individuo colabora, sin saberlo, en la destrucción de la vida toda, incluso la suya propia. Se convierte en suicida.
Todos al perseguir su bienestar exclusivamente particular, colaboran en el malestar general. Toda aspiración choca con la otra, de modo que las relaciones se oponen de modo absoluto. Sin comunidad, los individuos se condenan a la soledad de un bienestar que se transforma en cárcel. Los seres humanos se atomizan, aparece la sociedad.
Esta viene a ser un conjunto en continuo desequilibrio, porque se funda en el despliegue de una libertad que, para realizarse, debe anular las otras libertades. La sociedad es el ámbito del individuo sin comunidad; es un desarrollo que no desarrolla, un movimiento que no mueve, cuya inercia consiste en el desgaste que significa permanecer siempre en el mismo sitio, pero agotado. Su no movilidad empieza a mostrarse como el carácter de una época que debe de cambiar siempre para no cambiar.
Esta viene a ser un conjunto en continuo desequilibrio, porque se funda en el despliegue de una libertad que, para realizarse, debe anular las otras libertades. La sociedad es el ámbito del individuo sin comunidad; es un desarrollo que no desarrolla, un movimiento que no mueve, cuya inercia consiste en el desgaste que significa permanecer siempre en el mismo sitio, pero agotado. Su no movilidad empieza a mostrarse como el carácter de una época que debe de cambiar siempre para no cambiar.
Por eso produce cambios que no cambian nada. La moda es el reflejo de ese carácter: lo nuevo no es nuevo sino variaciones de lo mismo. La pérdida de sentido de la vida produce el sinsentido del cambio superficial: se cambian las formas pero seguimos siendo los mismos de siempre, se produce el maquillaje exagerado de una sociedad que, para no mostrarse lo podrida que está, debe continuamente negarse la posibilidad de verse de frente a los ojos. Se le nubla la visión, ya no sabe mirar lo sustancial y sólo atiende a las apariencias, la sociedad se vuelve un mundo de las apariencias.
La constatación de esta anomalía produce el desencanto, pero también una lucidez macabra. Porque si el ser humano es aquel que para ser lo que es debe transformarse siempre, la incapacidad de transformación se vuelve en resistencia y negación de un cambio real. La tendencia conservadora empieza a manifestarse no precisamente en los viejos sino en los jóvenes. No cambiar significa, en consecuencia, afirmar el yo y sus certezas, cerrarse a toda apertura. La tendencia conservadora es la que afirma el orden imperante y empieza a perseguir a todos aquellos que sí proyectan cambios necesarios.
Si el afán de cambio no trastorna lo establecido entonces ese afán es tolerado, es más, es deseado, porque el sistema requiere siempre de reformas que lo adecuen a las circunstancias. Pero si ese afán persigue un cambio total, entonces la reacción no tarda en aparecer. Si la forma de vida es la que hay que cambiar entonces no hay otra que cambiar de forma de vida. Si lo que se halla en peligro es la vida misma, entonces la reflexión en aquello que consiste la vida, empieza a cobrar sentido.
Si los sentidos se diluyen entonces precisamos dotarnos de un nuevo sentido, que haga posible el seguir viviendo: sin sentido de vida no hay vida que valga la pena ser vivida. Aquello que precisamente ocurre en la forma de vida moderna, cuyos sentidos se diluyen en puras formas sin contenido alguno.
La constatación de esta anomalía produce el desencanto, pero también una lucidez macabra. Porque si el ser humano es aquel que para ser lo que es debe transformarse siempre, la incapacidad de transformación se vuelve en resistencia y negación de un cambio real. La tendencia conservadora empieza a manifestarse no precisamente en los viejos sino en los jóvenes. No cambiar significa, en consecuencia, afirmar el yo y sus certezas, cerrarse a toda apertura. La tendencia conservadora es la que afirma el orden imperante y empieza a perseguir a todos aquellos que sí proyectan cambios necesarios.
Si el afán de cambio no trastorna lo establecido entonces ese afán es tolerado, es más, es deseado, porque el sistema requiere siempre de reformas que lo adecuen a las circunstancias. Pero si ese afán persigue un cambio total, entonces la reacción no tarda en aparecer. Si la forma de vida es la que hay que cambiar entonces no hay otra que cambiar de forma de vida. Si lo que se halla en peligro es la vida misma, entonces la reflexión en aquello que consiste la vida, empieza a cobrar sentido.
Si los sentidos se diluyen entonces precisamos dotarnos de un nuevo sentido, que haga posible el seguir viviendo: sin sentido de vida no hay vida que valga la pena ser vivida. Aquello que precisamente ocurre en la forma de vida moderna, cuyos sentidos se diluyen en puras formas sin contenido alguno.
El mundo de las apariencias nos priva lo sustancial de la vida. Se aprende a ver sólo las apariencias; de modo que lo sustancia y esencial desaparece de nuestra visión. Incapaces de poder advertir lo que realmente importa, nuestras propias vidas empiezan a carecer de importancia. Nos movemos en lo frívolo y lo superfluo.
Pero ese movimiento no es un movimiento real; porque un movimiento real implica necesariamente un movimiento de la conciencia, pero en lo frívolo lo que se mueve son exclusivamente las cosas, las mercancías, quedando los seres humanos en meros portadores de estas: el movimiento de las cosas es el que ordena el movimiento humano.
La humanidad se devalúa en la fetichización. Si la conciencia empieza a carecer de movimiento entonces adviene el retraso mental. La desidia es el reflejo de la incapacidad de movimiento de la conciencia.
La pereza no desea moverse de su lugar, aunque está dispuesta a movilizar su cólera, con tal de regresar a su letargo inicial. Por eso, la fuerza no es una demostración de poder sino la ausencia de éste. El poder real es aquel que es voluntad. La voluntad no necesita determinarse como fuerza. Su fuerza está en la capacidad de proyección que tenga. Proyectar significa exponerse, mostrar de lo que se es capaz, persuadir y convencer. La fuerza pura no hace nada de esto, su única exposición consiste en clausurarse. Clausurando a los demás se clausura a sí mismo.
continuará
- Rafael Bautista S. es autor de “Pensar Bolivia Del Estado Colonial al Estado Plurinacional”
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